MEDITACIÓN

 Debió ser un día primaveral de esos que invitan a salir a la calle. El espectáculo es insólito. El Maestro que siempre se escabulló cuando lo querían aclamar rey, que mandaba guardar silencio cuando hacía signos prodigiosos ahora se deja vitorear.

A los gritos de “¡hosanna!¡ bendito el que viene en el nombre del Señor!” Se van sumando más y más voces. Los discípulos están eufóricos. Por fin el Maestro asume su papel de Mesías. ¡Ha llegado el día del triunfo! Va a comenzar el Reino tan anunciado por Jesús. ¿Cuál de ellos será el primero? ¿Quiénes serán los afortunados para los cuales el Padre ha reservado el sentarse a su derecha y a su izquierda? Sumidos en su megalomanía caminan junto al Maestro, ¡pero ¡qué lejos de él! No han aprendido sus lecciones, no se han enterado.  

Mientras tanto Jesús deja hacer. Sentado sobre el borrico, solo entre una multitud que lo aclama, se acerca a Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Cuántas veces te quise cobijar como la gallina a sus polluelos! ¡Y no quisiste!

Jerusalén, Jerusalén… Allí le espera la corona de espinas y una caña por cetro. Los suyos no han entendido nada. Los otros oportunistas o sin sentido se suman al triunfo. ¡qué fácil hacer amigos en momentos de prosperidad! ¡Ni los unos ni los otros saben lo que dicen y el Cristo, el Ungido, unido al Padre susurra la oración que poco después repetirá mientras lo estén matando: “Perdónalos porque no saben lo que hacen!

La multitud sigue aclamando sin tener conciencia de lo que dicen ni la tendrán después cuando los vítores se muden en exigencia de crucifixión. Él ya escucha el vocerío. Parece increíble pero así de mudable es el corazón humano. ¡Crucifícale! ¡crucifícale! Y cambian al que es la Bondad por un malhechor.   

Sí, es el Mesías, el siervo de Yahvé

“Yo no me resistí ni eché atrás:

Ofrecí la espalda a los que me apaleaban,

Las mejillas a los que mesaban mi barba

No me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos”.

Y los tambores de muerte se escuchan por las calles del pueblo que Dios había elegido como suyo. “Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios”.

Sobre el monte se levantan tres cruces, las de dos malhechores o terroristas1 y la de la Bondad infinita y la Inocencia más absoluta.

Desde allí, desde ese trono de ignominia y necedad para unos y de Sabiduría Divina para los creyentes, Jesús dicta sentencia de bondad y misericordia. “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” Nunca es tarde para convertirse. Y desde ese trono de gloria Jesús abre los corazones a la esperanza a. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Es la paz y la confianza de morir en el regazo de Dios.

Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, el que cargó con todas las miserias humanas, sobre él la dura crueldad del torturador y la debilidad y la impotencia del inocente torturado. En su casa, en su corazón todos caben, todos cabemos. El verdugo y la víctima, el que es capaz de morir perdonando y el que muere entre la rabia y la impotencia. Para todos habrá su justo juicio. Una justicia que no es como la nuestra. A quien desencadena el mal lo buscará como a la oveja perdida, al que lo padece entre el desconsuelo y la desesperación lo cuidará, vendará sus heridas y lo reconfortará y al justo le regalará su Reino.

Meditar la pasión es traerla a nuestra vida. No olvidemos a tanta gente machacada por el terror de guerras infames, toda guerra es infame. A la gente abrumada por el dolor, la enfermedad y la pobreza.

Meditar la pasión es poner en nuestra boca, en nuestro corazón los sentimientos de Jesús en la cruz, es aprender su última lección. Son las tres las últimas palabras, las tres últimas actitudes de Jesús que recoge Lucas:       

 Padre perdónalos porque no saben lo que hacen. Es perdonar a quien nos ofende y es perdonar por aquellos que doloridos y machacados se sienten incapaces de ofrecer perdón.

Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Nunca es tarde, siempre es tiempo de conversión.

Padre en tus manos encomiendo mi espíritu. Es la confianza, la serenidad y la paz en las circunstancias más adversas.

Meditar la pasión es en nuestro corazón, como en el de Jesús, quepan todos.

                                                                                   Sor Áurea

1 – No ladrones, al ladrón se le vendía como esclavo, pero no se le crucificaba