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SOR INÉS DEL ESPIRITU SANTO SISTERNES Y
OBLITES O.P.

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Nació en Valencia el 21 de enero de 1612. Sus padres de familia noble se llamaban Felipe Sisternes de Oblites y Jerónima Gisbert.

En octubre de 1612, cuando Inés apenas contaba nueve meses, muere su padre, y los cuidados de su madre hubieron de aplicarse preferentemente a la dirección y al sostén de su casa. Más esto no fue en detri­mento de la educación de Inés, que ya desde muy niña -admiraba a todos por su devoción, porte formal y deseos de perfeccionarse.

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Dios Padre llamó a Sí a su virtuosa madre -año 1620- y quedaba Inés huérfana con su hermano y hermana.

Quedó Inés con sus hermanos bajo la tutela de -una tía hermana de su padre, llamada Di Sabina de Sisternes, la cual procuró con sumo interés continuar la educación de sus sobrinos. En Inés descubrió pronto -los grandes progresos que hacía en la virtud. Frecuen­taba el sacramento de la penitencia y cuando cumplió -los 10 años el de la Comunión. DI Sabina, mujer virtuosa y preocupada por la -formación integral de sus sobrinas, en quienes veía con satisfacción los ricos dones con que el Señor las había dotado, determinó ingresaran como educandas en el convento de Sta. María Magdalena de Valencia, cuya religiosas dominicas se dedicaban por aquel entonces a la educación cristiana de niñas y jóvenes.

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Allí, pensaba, iría creciendo a la par la sólida instrucción. Grande debió ser el contento de Inés y Ángela al -darles la noticia.

Se fijó la entrada para el 4 de mayo de 1623; contaba Inés 11 años.

Resuelta, pues, Inés, a consagrarse al Señor mediante la profesión religiosa, la comunidad la votó y aprobó, según lo que prescriben las Constituciones de la Orden, para que así diera comienzo el año de noviciado. Esto sucedía a principios del -año 1628, contando Inés 16 años de edad.

El día 23 de enero de 1629, tuvo lugar la profe­sión. Contaba Sor Inés 17 años de edad. Tomó el nombre de Inés del Espíritu Santo.

 

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Desde el primer momento manifestó en la comunidad unas dotes de extraordinaria personalidad: sencilla y digna, serena y equilibrada, corazón magnánimo al servicio de una clara inteligencia, prudente en el callar y certera en el decir.

Este conjunto de cualidades era el soporte de un alma profundamente piadosa, verdadera y humilde, que desde el primer día de su vida religiosa quiso manifestarlo con la determinación de vivir con toda autenticidad su vocación de monja dominica contemplativa.

Su entrega religiosa pronto trascendió en la vida de la comunidad que comenzó a vivir un intenso clima de vida espiritual, renovando el primitivo espíritu del fundador, Santo Domingo de Guzmán.

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Fue el alma de las fundaciones de lo monasterios de Vila Real y Carcaixente, dedicados al misterios del Santísimo Cuerpo de Cristo, y el de Nuestra Señor de Belén de Valencia.

En  los dos primeros conventos ejerció el cargo de maestra de novicias. Fueron buen número de jóvenes  que ingresaron en estos monasterios en aquella, época, iniciándolas con gran cordialidad y firmeza en la vida religiosa.  El mejor estímulo que les prestaba era el ejemplo que les daba con la dedicación a la oración al rezo coral, la observancia y dominio de sí misma.

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Habiendo fundado el monasterio de Ntra. Sra. De Belén se le declaró una fuerte disentería padeciendo mucho con esa enfermedad.

Rodeada de la comunidad dando testimonio de su gran amor al Señor parte para la vida eterna el 29 de diciembre de 1668 como las 2,30 de la madrugada.   Contaba 56 años de edad, 39 de profesión; 18 meses y 24 días había vivido en el Belén.

 

SIGNOS QUE SE OBRARON TRAS SU MUERTE

Luego que expiró se percibió cerca del cadáver, por todas las monjas y por cuantos entraron en el convento con motivo de preparar las exequias, tal fragancia maravillosa y tan persistente, que poco a poco fue extendiéndose por todo el monasterio e iglesia, y duró por mucho tiempo, después de darle sepultura. Esta fragancia la percibieron asimismo cuantas personas visitaron la iglesia aquellos días. Era como fragancia de jazmín, lo cual fue providencial, para que todos lo tuvieran por lo que era, esto es, cosa sobrenatural, pues en el convento, según declaración jurada de las monjas, no se encontraba entonces ni una hoja de esta planta.

El cadáver quedó tan flexible como si estuviera vivo. Esto facilitó grandemente el que pudiera ser retratada después de muerta, antes de darle sepultura. En efecto, su hermano, el P. Maestro Sisternes, encargó este negocio a uno de los mejores pintores que Valencia tenía por aquel tiempo, aunque las crónicas no dan su nombre. Para mejor sacar el retrato, dispuso el artista que sentaran el cadáver en el mismo féretro, que se había colocado muy elevado en el comulgatorio. La sentaron y sin ningún género de arrimo, cual si estuviera viva y supiera lo que hacía, estuvo así todo el tiempo que duró el trabajo del pintor, que no fue poco, al decir de un autor. Esto admiró sobre toda ponderación a cuantos lo presenciaron. Este retrato medía como 1,20 m. por 0,70 m., y se guardaba en buen estado en el monasterio de Belén hasta la persecución religiosa de 1936, en que desapareció pasto de las llamas.

El 1 de enero de 1669 se hicieron los funerales, pues estuvo tres días sin enterrar y ante sus restos mortales desfilaron continuamente gentes de la ciudad de Valencia y de los pueblos de los alrededores que, en actitud devota, agradecían a Dios los dones, favores y gracias que había otorgado a tan santa Madre.

Los restos fueron depositados en el panteón que tenía la comunidad. A los 8 días se le hicieron las exequias solemnes, a las cuales asistieron todas las corporaciones civiles, militares, eclesiásticas y religiosas de Valencia, con un gentío inmenso de todas las clases sociales de la región. Estuvo encargado de pronunciar la oración fúnebre el famoso misionero jesuita, pariente y consejero de la sierva de Dios, Juan B. Catalá, que conocía muy bien el espíritu que tuvo Madre Inés, pues le consultó muchas veces en las grandes empresas que llevó a cabo y en los caminos extraordinarios de la perfección cristiana por donde Dios nuestro Señor la llevó a lo largo de su vida en la tierra.

El P. Onofre Sisternes, hermano de la sierva de Dios, bien por sí mismo, bien por lo que otras personas pudieron sugerirle, se determinó a conseguir licencia y permiso para sacar del panteón común de la comunidad de Belén, los restos de su hermana y depositarlos en un sepulcro que fuese panteón-capilla, colocado en el coro de la iglesia. Los superiores regulares así como el Vicario del monasterio, P. Fajardo, coadyuvaron al éxito de tan feliz pensamiento, ya con su beneplácito, ya con la inmediata intervención en la disposición y el arreglo de cuanto condujera a realizar solemnemente esta traslación. Hechas todas las diligencias que el caso requería se procedió a la exhumación jurídica del cadáver. Abierta la sepultura, lo encontraron tan entero, tan fresco y tan natural como si durmiera en reposado sueño. Esto ocurría en marzo de 1670, es decir, a los 15 meses de haber sido enterrada. Quedaron asombrados cuantos presenciaron la exhumación, y las monjas determinaron cambiarle la ropa. Prepararon, pues, el hábito y demás piezas del nuevo vestido que le iban a poner. Con todo cuidado empezaron a desnudar el cadáver de su santa Fundadora y, al quitarle la media del pie derecho, se pegó a ella un pedazo de piel, el cual se desgarró del empeine. Cuando la monja que tal hacía iba a lamentarse, desconsolada por su torpeza, el Señor vino en su auxilio y consuelo, que fue grandísimo para todas.

En efecto, se fijaron las monjas y vieron en el empeine despellejado como una llaga circular y un tanto cárdena y amoratada, y en medio de ella observaron una cosa negra que, a todas luces, era igual a la cabeza de un clavo renegrido. El estupor y sobresalto fueron entonces extraordinarios. Serenándose un poco y suponiendo que aquello podría ser algún indicio de que la Madre había sido estigmatizada con las llagas de Cristo, reconocieron cuidadosamente el pie izquierdo y vieron y observaron lo propio que en el derecho, aunque no tan claramente, porque en este pie izquierdo la piel estaba entera.

Las monjas, ya animadas, intentaron examinar las manos, pero el cadáver las tenía tan apretadamente cerradas en puño, que no hubo manera de podérselas abrir. Estos hechos causaron el consiguiente asombro y admiración, alabando al Señor que se había dignado hacer participante de los signos de sus sufrimientos a la Madre Inés, como lo hizo de las espinas de su sagrada Cabeza, según se narró en páginas anteriores.

Sacado testimonio auténtico de todo esto, las monjas vistieron el cadáver con los nuevos vestidos y tomándolo en brazos lo llevaron hasta la puerta del convento, donde esperaban el Maestro Sisternes y un sinnúmero de personas. Ya colocado en el féretro lo llevaron a las gradas del presbiterio, donde sobre una mesa lo depositaron, para que mientras allí estaba se le hicieran sufragios y el pueblo pudiera verlo y bendecir al Señor de la gloria, que así honraba a la sierva Madre Inés de Sisternes.

La aglomeración de la gente aquel día en la iglesia del monasterio de Nuestra Señora de Belén fue, dice un texto, como el día de la muerte. No cabían en el templo y semejaba una santa romería el ir y venir de los devotos.

Después que se cumplieron las ceremonias señaladas para estos actos religiosos, fue conducido el ataúd a la puerta del convento, donde se hizo entrega ante Notario de aquel tesoro a las monjas de este monasterio de Belén. Gozosas, lo llevaron procesionalmente al coro, cantando las preces de rúbrica y lo depositaron en el sarcófago que, al efecto se habla construido, donde sería incesantemente visitado por las monjas.

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En el año 1936 la comunidad tuvo que vender el convento, y mientras se construía el nuevo, pasó a vivir con la comunidad de MM. Agustinas —Convento de Santa Tecla de la ciudad de Valencia—, de la calle de San Vicente Mártir, muy cerca de la Plaza de España, llevando consigo el sarcófago con los restos mortales de la Madre Sisternes. Mientras tanto estalló la guerra civil de 1936, y las monjas tuvieron que abandonar a toda prisa el convento, que fue invadido y saqueado por la soldadesca revolucionaria. En sus profanaciones, al encontrar incorrupto el venerado cuerpo de la Madre Sisternes, lo sacaron a la calle y lo fueron arrastrando entre burlas por gran parte de la Gran Vía Fernando el Católico, de dicha ciudad de Valencia, dejándolo al final abandonado.

La Providencia dispuso que el fontanero de la comunidad, al ir a su casa —vivía en esta misma calle—reconociese el cadáver abandonado, yendo en seguida a avisar al capellán de las monjas, D. Alfredo Aparici. Juntos recogieron con todo respeto y veneración su sagrado cuerpo, enterrándolo en el cementerio de Benimaclet.

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En el año 1953 fueron trasladados los restos desde el mencionado cementerio y, ante Notario, entregados de nuevo a la comunidad de Nuestra Señora de Belén, que residía entonces en Burjassot (Valencia).

Al pasar la comunidad al nuevo monasterio construido en la zona del Vedat de Torrent (Valencia) llevaron consigo los preciados restos de la Madre Fundadora, y los colocaron en un sepulcro practicado en el presbiterio de su sencilla y hermosa iglesia, donde estuvieron hasta el 2009.

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Con anterioridad a esta última fecha las religiosas obtuvieron de la Santa Sede autorización para fusionarse con la comunidad del monasterio Federal de la Inmaculada, en la misma ciudad de Torrent. Puesto que la Madre Sisternes estaba en proceso de beatificación y canonización se acudió a la Congregación para las Causas de los Santos suplicando facultades para llevar sus restos a la iglesia conventual del mencionado monasterio Federal.

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Conseguidos los permisos oportunos el Arzobispo de Valencia nombró un tribunal, médico forense y albañil para que se procediera a abrir el sepulcro, reconocer y tratar los restos. Esto se verificó el 22 de octubre de 2009. Al abrir el sepulcro los presentes percibieron, emocionados, una fragancia difícilmente descriptible.

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Ya en el monasterio de la Inmaculada de Torrent se organizó un acto para colocar la arqueta con los restos debidamente reconocidos y tratados a su nuevo sepulcro. Además de las personas nombradas por el Arzobispo de Valencia participó la comunidad de monjas del monasterio, así como varios frailes dominicos del convento de Santo Domingo del Vedat de Torrent y con ellos el postulador general de la Orden de Predicadores. Se depositó dicha arqueta en un nicho abierto en la pared de la iglesia conventual, en la parte del presbiterio. Se cerró con una pequeña lápida en la que figura grabado el nombre de la Sierva de Dios. El Juez Delegado, revestido de capa pluvial exhortó a los presentes a dar gracias a Dios por las obras grandes que realiza en el mundo. Animó a las religiosas a que, desde sus monasterios irradien la luz evangélica, a ejemplo de la Sierva de la Madre Sisternes, seguidora fiel de Cristo

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Poco después de la muerte de la Sierva de Dios que, como queda dicho se verificó el 29 de diciembre de 1668, se pensó en incoar un proceso de canonización. Pasaron, sin embargo, muchos años antes de que se dieran pasos decisivos en tal dirección. A finales del siglo XIX, en 1886, la comunidad de Nuestra Señora de Belén, alentada por el Arzobispo dimisionario de San Francisco de California, José Sadoc Alemany, O.P., pidieron al Arzobispo de Valencia que abriera un proceso ordinario informativo de canonización. Se abrió, efectivamente, aunque duró muchos años. En él hizo algún tiempo de notario el futuro Arzobispo de Zaragoza Mons. Rigoberto Domenech. Las actas del proceso se remitieron a Roma el 14 de enero de 1903, y se procedió a realizar su traducción al italiano.

Se experimenta un vivo deseo en la actualidad de reanudar la Causa, cumplimentando cuanto establece la legislación promulgada por el Beato Juan Pablo II en 1983.

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ORACIÓN

¡Oh adorable Trinidad! Que quisiste darnos en la Venerable M. Inés de Sisternes un modelo de observancia religiosa y de amor al Santísimo Sacramento y a María: te suplicamos por su intercesión que nos otorgues la gracia que te pedimos.

(Rezar Padrenuestro, Avemaría y tres Glorias)