Seguimos con el trajín de los comienzos. El domingo pasado lo vimos en la Sinagoga donde causó sorpresa y admiración entre la gente que comenzaba a percibir la novedad.

Hoy contemplamos el día a día de Jesús; lo vemos, en una jornada completa, ajetreado, curando, haciendo el bien, al atardecer se escabulle, necesita la soledad y el descanso en el regazo de su Padre.

Todavía son un pequeño grupo formado por las dos parejas de hermanos, aquellos que escucharon a Juan y siguieron a Jesús. 

Jesús es el líder, pero no tiene dónde reclinar la cabeza.

Conociendo a Pedro podemos imaginar lo ufano y generoso con que ofreció su casa. Su suegra, acogedora y servicial, es una excelente cocinera. Seguro que les ofrecerá un buen plato de esas sabrosas y calentitas lentejas que sabía guisar como nadie.

Relamiéndose de gusto marcha por delante abriendo paso, pero al llegar, el mundo se le viene abajo, su madre política postrada en   cama tiene fiebre. Es la postración, el abatimiento y la sensación de sin sentido cuando nos falta un proyecto vital, cuando no hay nada que estimule o justifique nuestro quehacer, cuando percibimos   que nadie nos necesita. Pero allí está Jesús que, como quien no hace nada, la coge de la mano y la buena mujer sale de su atrancamiento, se espabila, da un brinco, ¡¡está sana!! ¡ha recuperado la alegría de vivir! ¡El Maestro la necesita! Sin dilación se pone a servirles.

Con Jesús todos han de vivir. Acercarse a Jesús o dejar que Jesús se nos acerque es revitalizarse. Jesús nos quiere vivos, vivos para servir. En su Reino nadie es inútil. Todos hacemos falta y todos y cada uno tenemos el rol más importante, tanto que mi papel nadie lo puede suplir. Lo que yo no haga nadie lo hará, se quedará por hacer. Esa es mi responsabilidad.

El descanso, al menos el de Jesús, es breve. Él necesita algo más, un refrigerio mejor. Necesita contar sus avatares al Padre y necesita recibir la bendición y la fuerza para enfrentarse a los reclamos del nuevo día.

Sigilosamente, de madrugada, sale a descampado. Bajo el manto de estrella desahoga los sentimientos de su corazón: “¿Me buscan? ¡Buscan su conveniencia! No les importo, no importa mi doctrina.

Buscan ser curados. Remediar su hambre y su sed, pero no vienen a beber del Agua Viva ni a comer Pan del Cielo. No me buscan a mí, buscan mi poder milagrero. Deambulan como ovejas sin pastor.

¡Cómo quisiera reunirlos, cobijarlos como la gallina a sus polluelos!

Ha venido a traer fuego a la tierra y ¡cómo deseo que el mundo arda!”

La brusquedad y el vozarrón de Pedro interrumpe el humano y celestial coloquio:

 “¿Qué haces ahí? ¡Todo el mundo te busca!” Pero Jesús no se deja engañar.

“¿Me buscan? ¡Buscan mi favor, no que crezca mi Reino! ¿va a quedar mi proyecto en esto?” “Vámonos a otras aldeas que también he venido para ellas.”

Parece molesto y defraudado, nos suena aquello de “se arrepintió de haber hecho al hombre (Génesis 6:6-7). Pero lo cierto es que lo hemos visto acogiendo a los que llegan, curando a los enfermos, aliviando a los cansados y agobiados, cambiando por su yugo suave y carga ligera los pesados fardos a las espaldas de la pobre gente.

 

¿Qué pasaba por el Corazón de Jesús?

¿Qué sentía cuando veía tanta necesidad?

¿Qué pienso yo?

¿Qué busco en Jesús?

 

Sor Áurea Sanjuán Miró, OP