¿Cuándo será ese día? Nuestro mundo está ensangrentado, no hay lugar para la fiesta. Sin embargo, la mesa está puesta y es para hoy. El Reino de los cielos se parece a un Rey que para celebrar la boda de su hijo preparó un banquete. Un banquete, nos ha dicho Isaías, «de manjares suculentos, de vino de solera». Y es que Jesús, no invita al luto sino a la fiesta. En su mesa no hay tristeza, sino alegría rebosando de todos los platos. Pero, ¿podremos disfrutarlos enterados de tanta sangre derramada?

La tentación es culpar a Dios que permite tal masacre, o bien sospechar de su poder si no la puede evitar. Es el argumento con que nos quitamos de encima nuestras culpabilidades. Nuestro Dios, además de ser un Dios débil con la debilidad  que da la misericordia y la compasión, pertenece al grupo de las víctimas, Jesús es uno más de los masacrados.   

Con todo es un Dios de vivos y no de muertos y en su plan hay un lugar para la esperanza: las lanzas pueden convertirse en podaderas y el niño puede jugar con el león.

Así es nuestro Dios, paciente y misericordioso, quiere convertir nuestro luto en danza, nuestro dolor en alegría. El Reino de los Cielos se parece a un Rey que preparó un banquete.  Los primeros llamados no pueden aceptar la invitación, tienen asuntos más importantes que atender y disfrutar. No tienen hambre, tienen tierras y tienen negocios. Ellos excusan su asistencia, menospreciando la invitación y con ella al Rey. «No hicieron caso».

El banquete no es para luego. está preparado y el anfitrión se impacienta. El festín no admite dilación. Nuestros negocios, nuestras cosas y nuestros enredos no pueden ser más importantes que el Reino. El Rey no admite demoras ni excusas. «Salid a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda.»

El Rey no pierde la esperanza y vuelve a llamar a todos, sin excepción. Todos tenemos nuestro sitio y nuestra silla en su mesa. Ahora el festín es para todos. Allá vamos los ciegos, los cojos, los andrajosos, los hambrientos. Por otra parte, los hastiados, los satisfechos y pulcros, los que “no tienen tiempo” para el otro, se quedan fuera, lejos de Jesús y de la Vida, porque Jesús está precisamente allí donde ellos no pueden estar, con los impuros y menesterosos.

Pero nos encontramos una paradoja. «La sala se llenó de comensales… el Rey reparó en uno que no llevaba traje de boda». Si llama a los andrajosos ¿cómo se sorprende que alguien no vaya engalanado, con traje de fiesta? Es que al festín no se entra a escondidas, hay que pasar por el panel de desinfección, dejándose bañar por el chorro de su misericordia, con ella nos revestimos de ese hombre nuevo del que habla San Pablo, o mejor todavía, aquello de «Revestíos más bien del Señor Jesús».

Es el traje que necesitamos. Porque los personajes de este relato no son de ficción, somos tú y yo. Allí en la encrucijada estamos tú y yo. Quizá desorientados, sin saber qué salida de la rotonda debemos tomar, avergonzados como harapientos y precisamente allí nos alcanza la llamada. Ya no valen las excusas de la primera. La tarea urge y es de todos. Pero la tarea es un festín Trabajar por el Reino, una gozada. «Sácianos con tu misericordia y nuestra vida será alegría y júbilo».

“Arrancará el velo de muerte que cubre a todos los pueblos,

el paño que tapa a todas las naciones.

Aniquilará la muerte para siempre.

Enjugará las lágrimas de todos los rostros.

Aquel día se dirá:

“Aquí está nuestro Dios…”

                                                                                             Sor Áurea Sanjuán, op