El Rosario es una oración litánica, muy sencilla, que a algunos o a muchos puede resultarles aburrida, tediosa o repetitiva, algo así como una canción de cuna para dormir a un niño. Sin embargo, abundantes personas en la historia han experimentado lo benéfica, vital y saludable que resulta esta oración en las distintas etapas de la vida cristiana.

San Pablo en su carta a los Colosenses nos dice que “en Cristo están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2, 3); y, poéticamente, San Juan de la Cruz escribe que Cristo “es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá” (Canción 37). El Rosario es un instrumento que nos permite introducirnos en los tesoros abundantes de Cristo Jesús.

De mano de María somos llevados a los “senos” de esos tesoros, que son los misterios de la vida de Cristo. Estos misterios se presentan ante nosotros para ser contemplados, para iluminar las circunstancias de nuestra vida y sobre todo para transmitirnos la virtud que contienen. Entendiendo aquí por virtud, la fuerza vivificadora de ese momento de la vida de Cristo que rememora cada misterio y que es capaz de llegar como lluvia mansa y penetrar nuestros corazones, siempre sedientos de trascendencia.

Más aún, esta oración nos invita a prolongar en nuestra vida los misterios que rezamos. Nada en la vida humana escapa al gozo, al dolor, a la gloria o a la luz medianamente tenue de lo cotidiano. Es por eso que cada uno de los misterios que contemplamos en el Rosario pueden ser prolongados en nuestra vida. Cada gozo es irradiación del gozo de la encarnación, cada dolor es participación de la cruz del Señor, cada momento insignificante, un peldaño a la eternidad, cada triunfo sobre el mal es destello del resucitado. “Porque los misterios de Jesús no han llegado todavía a su total perfección y plenitud. Han llegado ciertamente a su perfección y plenitud en la persona de Jesús, pero no en nosotros, que somos sus miembros, ni en su Iglesia, que es su cuerpo místico. El Hijo de Dios quiere comunicar y extender en cierto modo y continuar sus misterios en nosotros y en toda su Iglesia”, nos dice san Juan Eudes (Liturgia de las Horas, viernes XXXIII Tiempo Ordinario).

Que nuestra Madre del Rosario nos haga valorar, agradecer y usar este valioso instrumento de comunión con ella y por Cristo, con el Padre y su Espíritu; este medio de unidad con todos nuestros hermanos a través de la intercesión, la súplica y la acción de gracias que brota en nuestros corazones a medida que pasamos las cuentas de nuestro rosario.

Sor Mª Luisa Navarro, OP