Al igual que sucede hoy que un préstamo se hace insalvable a fuerza de ir refinanciándolo una y otra vez o de ir sacando otros para atender al principal, el hombre de la parábola de hoy se había   enredado de tal manera que habría necesitado seiscientas mil jornadas de trabajo para saldar su deuda algo que resultaba evidentemente imposible.

Pues bien, esta insalvable deuda le fue perdonada de un plumazo. El acreedor de corazón bueno no pudo resistir a las lágrimas y súplicas del apurado siervo.

Sin embargo, éste no fue capaz de perdonar o facilitar el pago de los cien denarios, es decir, unos tres meses de trabajo, que le adeudaba su compañero.

La exagerada diferencia entre las deudas resalta la que hay entre las dos actitudes: generosa y compasiva una, inmisericorde la otra.

Con esta parábola Jesús responde a Pedro, quien creyendo haber entendido a su Maestro y en un alarde de generosidad exclama: “¡entonces tengo que perdonar siete veces siete!”

No Pedro, aquí no valen las cuentas, la contabilidad no sirve, has de perdonar setenta veces siete, o sea, SIEMPRE.

Pero no hace falta ser un perdonavidas. En realidad, no son tantas las ofensas que tengamos que perdonar a menos que seamos tan sensibles que el aleteo de una mariposa nos cause una herida.

Puede ayudarnos el considerar los motivos de queja que quizá involuntariamente origino yo mismo y cómo deseo disculpa y comprensión. Todos necesitamos y queremos ser perdonados en alguna ocasión.

Aquí cabe la regla de oro que también recoge el Evangelio: “Trata a los demás como quieres que te traten a ti”.

En todo caso, aún en ofensas de calado, el beneficio es para quien perdona teniendo en cuenta el riesgo que para la propia salud y el propio bienestar representa albergar sentimientos de odio o rencor, o incluso en las minucias, actitudes de hostilidad y enemistad.

Conocemos ciertas situaciones, en que generación tras generación se arrastra el malestar y la incomodidad “del no hablarse” o hacerlo con recelos. Situaciones que privan del gozo de la fraternidad o de la amistad. ¿El motivo? por casi ancestral y por nimio ni se sabe, lo que se sabe es que nadie da el primer paso para el acercamiento.

No perdonar, o perdonar sin olvidar lo prolongado en el tiempo ha abierto una brecha insalvable. De este peligro nos advierte también la Escritura: “No se ponga el sol en vuestro enojo” Efesios 4:26.

“Por tanto, si has traído tu ofrenda al altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar, y ve, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces vuelve y ofrece tu ofrenda” Mt. 5,23-24.

Claro, que tampoco se trata de un buenismo que tolere y aguante toda injusticia.

Hay que combatir la injusticia que sea contra los demás o contra uno mismo. Se trata de purificar y clarificar el concepto de lo injusto, no todo lo que me desagrada o molesta lo es. Se trata de purificar y clarificar nuestra propia sensibilidad y se trata de seguir a Jesús en su doctrina “Pedro no contabilices, has de perdonar siempre” y en su ejemplo “Padre, perdónalos, no saben lo que hacen”.    

          

Sor Áurea Sanjuán Miró, OP