CÁPSULA: La pequeña Li

Li es una niñita china de diez años. La historia del amor a Jesús en la Eucaristía de la pequeña Li inspiró al arzobispo estadounidense Fulton Sheen, hoy de camino hacia los altares; él desde el mismo momento en que supo de ella, siendo seminarista, hice una hora de oración ante el Santísimo Sacramento todos los días de su vida.

Transcribimos la narración de su historia.

En mayo de 1553. Hacía poco que las tropas comunistas de Mao Tse Tung se habían impuesto en la Guerra Civil China de 1946 a 1949.

En una escuela parroquial de la China profunda, preparados por sor Eufrasia, un numeroso grupo de niños había recibido la primera comunión. Entre ellos la pequeña Li, que, sabedora de que en cualquier momento los nuevos amos llegarían hasta su aldea, oraba con gran fervor para seguir recibiendo «el pan de cada día».

El día temido llegó. Un grupo de combatientes irrumpió en la escuela y su capitán ordenó a los niños entregar las imágenes y objetos de sus «grotescas supersticiones que la nueva China no iba a tolerar», al tiempo que pisoteaba el crucifijo que presidía el aula en que se encontraban.

Li intentó ocultar bajo su blusa la imagen del Buen Pastor que le habían regalado por su primera comunión. Pero el manotazo del miliciano que la descubrió dio con ella por tierra y la imagen le fue arrebatada y destruida. A continuación, prendieron al padre de la niña, le ataron con una cuerda y los sometieron a vejaciones por la responsabilidad que le incumbía en cuanto a las creencias de su hija.

Ese mismo día reunieron a los lugareños en la Iglesia y el capitán, tras denigrar a los misioneros tildándolos de «agentes del imperialismo», ordenó a sus hombres ametrallar el tabernáculo. Él mismo agarró el copón con las hostias consagradas, las arrojó al suelo y las pisoteó -entre los lloros y las oraciones de Li y de los lugareños-, al tiempo que a grandes voces les prevenía: «¡Y ay del que se atreva a volver a esta guarida de superstición! ¡tendrá que vérselas conmigo!».

La Iglesia se vació rápidamente. Pero, además de los Ángeles siempre presentes alrededor de Jesús en el Santísimo Sacramento para adorarlo, había un testigo que no se había perdido un momento del drama. Era el padre Luke de las Misiones Extranjeras. Unos días antes, previendo la inminente ocupación del pueblo, los feligreses lo habían escondido en un pequeño recoveco del coro, desde donde tenía vista al interior de la iglesia.

El sacerdote se sumió en oraciones de expiación por los sacrilegios que acababa de contemplar sin poder salir en defensa de Jesús Sacramentado, pues ello supondría una muerte cierta para los feligreses que lo habían ocultado.

» Señor ten piedad de ti mismo», oró angustiado. ¡Detén este sacrilegio!

Poco después, de repente, un pequeño crujido rompió el silencio que se había adueñado de la Iglesia. Lenta, suavemente, la puerta se abrió. ¡Era la pequeña Li! Con apenas diez años, ahí estaba ella, acercándose al altar con los pasitos característicos de las niñas de China. El Padre Luke tembló: ¡ podrían matarla en cualquier momento! Al no poder comunicarse con ella, tuvo que limitarse a rogar a todos los santos del cielo que la protegieran. La niña se inclinó un momento y adoro en silencio, tal como le había enseñado sor Eufrasia. Permaneció en adoración a Jesús durante una hora, pues le habían dicho que debía preparar su corazón antes de recibirlo. Con las manos juntas, Li susurraba una misteriosa oración a su querido Jesús, ahora maltratado y abandonado. De repente se arrodilló ceremoniosamente y con la lengua tomó una de las hostias desparramadas por el suelo y cerró los ojos como para enfocar su atención hacia adentro, hacia su amigo celestial.

Cada segundo le parecía una eternidad al Padre Luke. Temía lo peor. ¡Si tan solo pudiera hablar con ella! Pero pronto la niña salió tan silenciosamente como había entrado.

Como en toda la «Nueva China», una brigada de milicianos voluntarios continuó la purga durante los días siguientes, registrando el pueblo y sus alrededores. Los campesinos, aterrorizados, no se atrevían a salir de sus casas de bambú y hacían todo tipo de cábalas sobre lo que el futuro podría depararles.

La pequeña Li, sin embargo, todos los días sin excepción, se escabullía discretamente de su casa para encontrar el pan vivo en la Iglesia. Cada vez hacía exactamente lo mismo: adoraba durante una hora, luego tomaba del suelo con la lengua una de las hostias, y poco después se marchaba.

El padre Luke estaba perplejo: ¿porque no cogía Li  todas las hostias, las treinta y dos exactamente que había en el copón? ¿no sabía, Li, que podía coger varias o todas las hostias de una sola vez?, pensaba para sus adentros.

No, ella no lo sabía. Son Eufrasia había sido muy clara al respecto: «Solo se puede comulgar una vez, una hostia, cada día. Y nunca se toca la hostia con las manos; la recibimos directamente en la lengua». La niña se ajustó estrictamente a esas indicaciones.

Llegó finalmente el día en que solo quedaba una hostia en el suelo del templo. Al amanecer, como de costumbre, Li llegó sigilosamente y se arrodilló junto a la última hostia para rezar. De repente, al padre Luke se le heló el aliento. Un soldado entró en la iglesia, vio a la niña arrodillada y la apuntó con su arma. Se escuchó un solo disparo, seguido de una fuerte carcajada. La niña se desplomó. El Padre Luke pensó que estaba muerta. ¡Pero no! Vio cómo Li gateaba hasta la última hostia y ponía la lengua sobre ella. Unas convulsiones sacudieron su cuerpo y finalmente se desplomó. 

La pequeña Li estaba muerta.

¡Pero antes de morir había rescatado todas las hostias!

 

Fuente: Fernando López de Rego, «Al comulgar: la Eucaristía en la vida cristiana» editorial VOZ de PAPEL, 2022, pág.  115-118.

 

 

Hacia lo Alto: La pequeña Li y la Eucaristía from HM Television on Vimeo.