El Convento de San Juan de la Penitencia de Orihuela esconde una joya. Una virgen yacente del siglo XV que solo puede ser venerada por los fieles una vez al año: el 15 de agosto. El resto del año las Hermanas Clarisas custodian la talla, que permanece en clausura, alejada de los ojos de los curiosos. (diariodelavega.com)

Así como tenemos un centro de gravedad en la tierra que nos atrae y nos pega a este mundo en el que vivimos, así nuestro corazón tiene otro centro de gravedad que nos atrae a lo eterno, al cielo, a la unión definitiva con Dios. Ambos centros nos dan noticias de lo que somos, una maravillosa realidad de cuerpo y alma, llamada ser humano: hombre, mujer, niño o anciano, todos llevamos en el corazón el anhelo de algo más de lo que tenemos.

Misterios como el de la Transfiguración de Jesús, el de su Pascua y de Ascensión al cielo; o el que hoy celebramos, la Asunción de María, nos hablan de nuestra meta, del final del camino, de ese “algo más” hondamente anhelado.

En mi breve reflexión me detendré solo, en una palabra: Asunción. María no sube por sus propias fuerzas al cielo, ella es llevada. Esto en ella no es nada nuevo, los Santos Padres leen sus palabras: “no conozco varón”, el voto de virginidad que había pronunciado consagrándose a solo Dios para toda la vida. Ella es la que desde pequeña se dejó guiar en todo momento por el Espíritu Santo, siendo dócil a cada una de sus inspiraciones. Así lo hizo en Nazaret permitiendo que el Verbo se encarnará en ella, en Caná, intercediendo ante su Hijo, al pie de la cruz aceptando la maternidad universal, en Pentecostés orando junto a los apóstoles. María se dejó llevar por la fuerza del Espíritu Santo. Su asunción en cuerpo y el alma al cielo es como el desenlace lógico del amor de predilección del Padre eterno a su hija más preciada, del Verbo de Dios a la que le dejó encarnarse en sus entrañas y le acompañó en el curso de su vida terrena, del Espíritu vivificador por la que siempre fue fiel a sus insinuaciones. María tenía su centro de gravedad en el cielo, en Dios. Eso no le impedía ocuparse de todos sus quehaceres, al contrario, le hacía vivir todo con razón de eternidad. María nos enseña a vivir intensamente cada momento de la vida sin perder de vista el fin. Pues es el fin, el participar en Cristo de la vida intratrinitaria, lo que imprime sentido a lo cotidiano. A ella, que estuvo íntimamente unida a cada uno de los misterios de Cristo en la tierra, convenía que fuera glorificada conjuntamente con Cristo en el cielo.

Dos preguntas podríamos hacernos hoy: ¿Cuál es el fin de mi vida, Dios?

La familia, el trabajo, la diversión, las alegrías, el sufrimiento, los fracasos forman parte de nuestra realidad ¿los vivo en Dios y para Dios?

 Recordemos que cada circunstancia de nuestra vida no está para hundirnos, o para darnos gozos pasajeros, sino para elevarnos hacia nuestro fin.

Podríamos decir que nuestro centro de gravedad divino nos invita a una asunción compuesta de pequeños peldaños cotidianos que van acercándonos cada día más al que es el centro y el fin de nuestra existencia. A la oculta asunción de dejarnos llevar por la gracia del momento presente.

Sor Mª Luisa Navarro, op