Si digo que cada estación tiene su melodía, casi de inmediato se dibuja en el pensamiento la obra de Vivaldi: “Las cuatro estaciones”. Casi seguro, según nuestro imaginario occidental.

Una de las bondades de vivir en comunidad consiste en el contacto con las diferentes etapas de la vida, no tanto del amanecer, pero sí, del otoño y del invierno.Hace unos días, en conversación relajada que nos brinda el recrearnos unas con otras tras la comida y la cena, una hermana ya octogenaria me comentaba que notaba los límites que la edad conlleva y que, de alguna manera, impone. Ella aprecia la decadencia de las fuerzas físicas, las lagunas de memoria, el creciente mandato que el cuerpo impone a los deseos, la voluntad, los sentidos y también el Espíritu. Lo decía como una constatación, sin drama, con la sencilla conciencia del momento que se transita. Le sugiero lo hermoso que es percibir el cuerpo como un aliado en la aventura de la existencia, su contribución para situarnos bien en el momento que nos toca vivir, sin demandarle lo improbable y saboreando lo que ofrece. Sus ojos se iluminaron y me estrechó la mano con el gozo que se produce cuando nos reconocemos en las palabras del otro. La traducción de su sonrisa era: ¡justo así!

Conocemos personas que, ante la estrechez inevitable del horizonte, se sitúa como en frenada sobre el abismo. Pareciese que podrían evitar el desenlace de la finitud con su propia voluntad o como si por el hecho de no mirar la realidad, se diluyera su fecha de caducidad.

Conozco también personas que enseñorean sus estaciones, cada uno de sus pasos y avanzan hacia ese horizonte como quien acaricia una plenitud.  Ese destello de eternidad que se intuye en la profundidad del ser, precisa conocer las raíces de la vida, la experiencia de que es en la instancia interior donde se elabora el sentido que le conferimos a la peregrinación vital, caminada conscientemente.

Esta dignidad responsable se transforma en brújula en medio del océano de las emociones, la incesante búsqueda de identidad y la permanente lectura de la realidad, con su incansable demanda de interpretación.

El otoño estacional nos lo anuncian las interminables carreras de hojas rodando por el suelo. Cada día se desprende un ramillete de ellas hasta dejar a los árboles en completa desnudez. Ese ritual regenerativo, cíclico en la naturaleza, constituye una escuela que remite al proceso personal y nos recuerda la estación que habitamos o habitaremos, para encontrarle su melodía, la armonía secreta que alberga el silencio de la pérdida.

                                                                                              Sor Miria Gómez OP