Era un hombre perfecto. Se sabía al dedillo todos y cada uno de los preceptos que contenía la Ley y los cumplía. Ayunaba dos veces por semana, y pagaba el diezmo de todo lo que tenía. Erguido, seguro de sí mismo, daba gracias a Dios porque no era como los demás que son ladrones, injustos y adúlteros. Decía: “¡No soy como ese que está ahí postrado y con razón no se atreve a entrar, no soy como esos … ¡Soy fariseo!

Así discurría su oración mientras el otro desde la puerta, no paraba de darse golpes de pecho, avergonzado y sin atreverse a levantar los ojos.

No merezco tu atención, no merezco tu perdón, pero perdóname y repetía: “Señor, ten compasión de mí porque soy un pobre pecador”.

La moraleja la puso Jesús: El publicano volvió a su casa perdonado y rehabilitado mientras que el fariseo se marchó tal como había llegado: pagado, satisfecho y lleno de sí mismo, pero vacío de Dios.

Una parábola sencilla y al parecer clara, pero que fácilmente podemos malentender.

Nos parece normal la descalificación del fariseo porque nosotros ya lo tenemos devaluado desde que el evangelio de Jesús nos hizo ver a través del blanqueado externo, lo lóbrego del sepulcro. Decir “fariseo” a nosotros nos suena a “falso”, a “hipócrita”, pero en la época, los fariseos representaban la máxima perfección.

En cambio, el publicano, es decir, recaudador de impuestos para Roma, era efectivamente ser ladrón, extorsionaba a sus compatriotas, exigiendo más de lo debido y que iba a parar a su propio bolsillo.

Entre los judíos el valor supremo era la Ley. ¿Cómo no alabar a quien la observaba escrupulosamente y en cambio justificar a ese estafador que los machacaba con sus recargados impuestos?

¿Nos desconcierta a nosotros, a los del siglo XXI?

Por supuesto que para nosotros son deleznables la falsedad y la hipocresía, pero valoramos en aquel hombre perfecto aspectos como su empoderamiento, y la seguridad en sí mismo y su autoestima, son cualidades que lo convertirán en un triunfador, mientras que las actitudes del publicano, ese ir por tierra, cargado de humildad, harán de él un perdedor.

Ni aquella gente ni nosotros acabamos de entender a Jesús. Es evidente que sus pensamientos no son como los nuestros, ni sus juicios tampoco.

La parábola nos dice que el Señor repudia los sacrificios y los rezos cuando al tiempo que se ora se desprecia al hermano.  El fariseo fue al templo a orar, pero en vez de alabar a Dios se alababa a sí mismo.

Y la parábola nos dice que un corazón contrito y humillado desencadena la enorme misericordia de Dios. Fue el caso del publicano. Es la lección que debemos aprender.

       

                                                                                                                   Sor Áurea Sanjuán, op