El rico de la parábola no es más que un pobre hombre, ese tipo de persona “tan pobre, que lo único que posee es dinero”, el de hoy ni siquiera tiene nombre, lo llamamos “epulón” por designarlo de alguna manera y en referencia a su opulencia y glotonería.

Sus propios bienes le provocan la mayor ceguera pues ni tan siquiera ve al mendigo que está sentado a su puerta esperando algún mendrugo caído de la mesa donde se banquetea y que nadie le da porque nadie lo mira; es el gran pecado: ignorar al que sufre, pasar por su lado sin que se nos conmuevan las entrañas. Ese es el quid de la parábola, la lección que debemos aprender: no podemos pasar de largo ante el dolor ajeno, debemos ser capaces de calzar el zapato del necesitado.

El evangelio está lleno de “epulones” que merecen el rechazo de Jesús, son epulón: el sacerdote que pasa de largo ante el malherido que yace en la cuneta, el fariseo que critica a la mujer, pecadora, que unge los pies de Jesús, aquellos que no dan pan al hambriento ni agua al sediento, ni visten al desnudo, ni visitan al enfermo y al encarcelado. Somos epulón cuando nos desinteresamos de la precariedad y el sufrimiento del hermano, cuando no advertimos su necesidad de una sonrisa, una mirada o un poco de nuestro tiempo que mitigue su soledad.

Por su parte Lázaro, el indigente, posee la inmensa riqueza de tener un nombre propio que le identifica ante los hombres y sobre todo ante Dios. Ignorado por los comensales pero amado por Aquel que ofrece el Banquete del Reino en el que es ahora invitado de pleno derecho.

Se han vuelto las tornas, y es epulón el mendicante, mientras que el antiguo pordiosero está sentado a la Mesa de la Vida.

El relato es un alegato contra la indiferencia, contra la falta de empatía y toda la escenografía tiene como principal objetivo mostrarnos la gran distancia entre lo que representan el epulón y el mendigo. Entre los dos media una insalvable abismo. Por una parte el rico, aunque no tanto de dinero como de orgullo, ambición, egoísmo y sobre todo indiferencia hacia el otro, tan lleno de sí mismo que difícilmente queda resquicio para la misericordia divina y por otra, el humilde y abatido que siente sobre sí la mirada del Señor.

No busquemos en la narración moraleja de premio, castigo y justicia que atañen a otros, Examinemos más bien ¿Cuánto tengo yo de epulón?

Sor Áurea Sanjuán Miró