Al pensar en ello, pensar en la humildad corremos el riesgo de falsearla. 
¿Conocemos algo más ridículo que ver a una persona afectada de “humildad”? Sí , más ridícula resulta aquella que sufre el síndrome de la vanagloria. Son dos casos extremos con un denominador común y este es la apariencia; en uno la humildad es falsa y en el otro son falsos o fatuos los “humos” del jactancioso.
 
Nos dice el Eclesiástico: “ hijo mío en tus asuntos procede con humildad” 
¿Qué es pues la humildad? Recurrir a Santa Teresa para la definición es ya un lugar común. Sin embargo decir que “la humildad es la verdad” puede llevar a confusión ya que la inversa no se corresponde, la verdad no es la humildad, son cosas distintas. Lo que sí es cierto que el humilde procede con verdad, es decir, no se reviste de apariencias, sencillamente se muestra tal como es. No es humilde aquel que finge serlo como tampoco es grande aquel que se empeña en aparentarlo En este sentido la humildad es la verdad. Así
quien se cree sabio ni siquiera sabe lo ignorante que es mientras que el auténtico sabio considera que “lo único que sabe es que no sabe nada”.
 
El evangelio de hoy nos lleva a esta reflexión. Han pasado dos mil años y sigue habiendo gente que gusta de los primeros puestos, como si un sillón, unos capisayos o una mesa delante hicieran crecer sus auténticos valores humanos. 
Jesús lo advierte: No busques el primer puesto puede salirte mal. Buscas reconocimiento y quizá tengas que avergonzarte.
Recuerda: “todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.
 
Estamos en el contexto de una boda a la que Jesús ha sido invitado pero no en razón de una sincera amistad sino para presumir y para poder espiarlo. Invitar a personas de reconocida notoriedad revertía en prestigio hacia el anfitrión y además en el caso de Jesús, que ya era objeto de controversia brindaba ocasión de observar su comportamiento con la intención de poder echarle algo en cara.
 
Jesús al que no se le pasa nada aprovecha para ofrecernos otra enseñanza que siendo dirigida al fariseo que ofrecía el banquete nos llega también a nosotros. Cuando des una comida no invites a aquellos que puedan reportarte algún interés. Al contrario, invita a aquellos que no podrán recompensarte, a pobres, lisiados, cojos y ciegos.
 
Nos choca la exageración. ¿Qué no puedo convidar a los míos, a mis familiares y a mis amigos? Con ese modo de hablar tan contundente, Jesús quiere marcar las diferencias. Seguirle no excluye lo normal, normal y bueno es compartir manjar y fiesta con los nuestros pero ¿no hacen eso mismo los gentiles? Si amáis a los que os aman ¿qué recompensa tendréis? Ser cristiano tiene sus exigencias. Hay que hacer lo normal, lo ordinario, lo bueno pero hay que hacerlo de otro modo, sin segundas intenciones y menos si son perversas como perversas fueron las de aquel fariseo al invitar a Jesús y hay que hacerlo con generosidad. Generoso es quien da al que necesita y no puede devolver el favor. Sinceridad, nobleza y un rotundo no a la pereza. Con estas cualidades en todos nuestros asuntos procederemos con humildad. No hace falta pensar en ella.
Sor Áurea Sanjuan, OP