Están los ciegos que molestan por su insistencia pedigüeña, los leprosos que se saltan la ley de alejamiento, los niños, la multitud de niños que marean con su alborozo, sus juegos y sus gritos, las viudas abandonadas a su suerte, las mujeres que no sirven más que para amamantar y acarrear agua, adúlteras y tentadoras, con el pueblo invasor recaudadores que oprimen a la gente con su abuso de poder. Son los impuros y pecadores, los minusvalorados y despreciados, estigmatizados porque Dios los abandona o castiga.

Están los opulentos y ricos que banquetean y juegan entre dos aguas, entre los que respetan a Jesús y entre los que lo rechazan.

Y están los “perfectos”, Los que cumplen hasta la última tilde de la Ley, fanáticos y fundamentalistas que se sienten aprobados y bendecidos por Dios.  

Todos acuden a Jesús, aquellos para pedir la curación y salvación, para encontrar cobijo y descanso. Otros para “presumir” ¡Son amigos del Maestro!

Y por último los que desde su poder religioso apuntan a Jesús para acusar y condenar. “Es un comilón y bebedor,  participa en banquetes, acoge a los indeseables y come con los pecadores”.

Jesús no se inmuta y no polemiza ni se defiende  ante sus críticas y murmuraciones, simplemente les cuenta una parábola. La que conocemos como la del “Hijo pródigo”.

Con la que les viene a decir: ¿De qué vais? Vuestro dios no es el mío, no es el que os ofrezco y muestro.  Dios, el Dios verdadero es un Padre acogedor y misericordioso. Es como el padre de la parábola que no hace ascos, no castiga ni humilla al hijo díscolo que ha malgastado toda su fortuna, la que é, le otorgó  generosamente como herencia, la ha dilapidado con el vicio y los malos caminos pero ahora vuelve contrito buscando perdón. Por eso hace fiesta porque lo ha recuperado y quiere que el hijo mayor, criticón, celoso y rencoroso, también la hga pero no quiere, está enfadado y no se alegra del regreso de su hermano, Es como vosotros fiel cumplidor, pero con un corazón de piedra. Se sirve de mis bienes pero no los disfruta. Para mis entrañas de padre este es el hijo que tengo  perdido.

Me busca entre nubes de incienso y en trono celestial, no sabe, no se entera, de que me encontrará a ras de tierra, entre los pobres y marginados. Obsesionado en su fidelidad, se ha convertido en el más puro narcisista. En vano le susurro al oído: “Misericordia quiero y no sacrificios”.

Es una parábola dirigida a los fariseos y escribas que murmuraban, pero una parábola que tiene hoy y para cada uno de nosotros su moraleja: 

¿Soy el hijo que vuelve contrito o  el hijo que está perdido aunque nunca se marchó de  casa?

En cualquier caso, a uno y a otro nos esperan unos brazos amorosos de Padre.

                                                                                                                      Sor Áurea Sanjuán, op