«Llena de gracia», en el original griego, es el nombre más bello de María, nombre que le dio el mismo Dios para indicar que desde siempre y para siempre es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso, Jesús, «el amor encarnado de Dios».

Ella es la “llena de gracia” porque ha sido objeto de un favor y de una elección únicos; ha sido también “agraciada”, esto es, la salvada gratuitamente por la gracia de Cristo. Pero es llena de gracia igualmente, en el sentido de que la elección de Dios la ha hecho resplandeciente, sin mancha, “toda hermosa”, María es agraciada y graciosa, graciosa porque fue agraciada.

 

Su belleza es interior, hecha de luz, de armonía, de correspondencia perfecta entre la realidad y la imagen, la que tenía Dios al crear a la mujer. Es Eva en todo su esplendor y perfección, la “nueva Eva”.

 

Podemos preguntarnos: ¿por qué entre todas las mujeres, Dios ha escogido precisamente a María de Nazaret? La respuesta se esconde en el misterio insondable de la divina voluntad.

 

Sin embargo, hay que subrayar en Ella especialmente su humildad, que le hizo encontrar gracia a los ojos de Dios. Lo subraya Dante Alighieri en el último canto del «Paraíso»: «Virgen Madre, hija de tu hijo, humilde y alta más que otra criatura, término fijo del consejo eterno» (Paraíso XXXIII, 1-3).

 

Ella, escogida para ser Madre de Dios, elegida entre los pueblos para recibir la bendición del Señor y difundirla entre toda la familia humana. Esta «bendición» es el mismo Jesucristo. Él es la fuente de la «gracia», de la que María quedó llena desde el primer instante de su existencia. Acogió con fe a Jesús y con amor le entregó al mundo. Esta es también nuestra vocación y nuestra misión, la vocación y la misión de la Iglesia: acoger a Cristo en nuestra vida y entregarlo al mundo «para que el mundo se salve por él» (Juan 3,17).