Al borde del camino, arrebujado en su manto y mendigando, es la representación más clara del marginado y excluido.

Los transeúntes, pasan sin reparar en él. Es un elemento más del entorno, camuflado en el paisaje al que están acostumbrados, pasa desapercibido hasta que grita.

 La ge te que acompaña al Maestro quiere que se calle.  No les deja escuchar a Jesús. Están ciegos no ven en Bartimeo, al Jesús que se identifica con el pobre y necesitado. No saben que aquello que despreciamos es precioso a los ojos de Dios

A nadie importan los problemas del mendigo, pero a todos estorba su despertar y su gemido. A todos molesta su tono lastimero. A todos menos a Jesús.

 La gente, una masa ciega frente al ciego que ve. Esa “gente” sigue a Jesús, pero en realidad lo que persiguen son sus prebendas. Todos quieren adquirir, acumular y no soltar lo que poseen. Son ciegos incapaces de ver y de escuchar a quien les invita a atesorar riquezas en el Cielo donde no roban los ladrones ni corroe la polilla.

Todos caminan. Sólo Bartimeo permanece quieto, enrollado y refugiado en su capa, es su más preciada pertenencia lo único que le reconforta en la miseria y la tiniebla de su vida. De pronto algo ilumina su alma:

“Jesús, Hijo de David, ten piedad de mi”.

Algunos le regañan, pero Jesús ha fijado en él sus ojos y aunque todavía ciego su vida se ilumina.  Arrinconado en el borde del camino es el que ve y escucha. Escucha a Jesús pedir que lo llamen.

El que suplica limosna y recibe desprecios, el que pasa inadvertido o estorba, es ahora el centro de atención. Jesús lo ha llamado, ha escuchado su grito.

Mientras que los otros, “la gente” la que seguía al hacedor de milagros, permanece ciega, ignorada por el   mismo Jesús: “en verdad, no os conozco” tuve hambre, tuve sed, estuve marginado y no me socorriste.

Entretanto el ciego, el único que ve, ha soltado el manto, su único tesoro, ha saltado al camino, ya no es un excluido Jesús lo espera.

– “¿Qué quieres que haga por ti?”

– “¿qué voy a querer Señor?  ¡Que pueda ver!”

También nosotros, como aquellos que acompañaban a Jesús, estamos ciegos y a oscuras. Sólo Él puede iluminar el corazón y romper nuestra ceguera, gritemos: ¡Señor que pueda ver!

 Y el ciego salta de alegría, ha descubierto a Jesús, sus ojos ven, pero es su espíritu el que antes ha mirado a Jesús. Su fe le ha salvado.

Ahora con los ojos bien abiertos, los del cuerpo y los del alma, sigue a Jesús por el camino.

 

                                                                                                      Sor Áurea