PENTECOSTÉS

Hoy el Espíritu la armó buena. El Espíritu irrumpió con tal ímpetu que la casa se tambaleó y toda la ciudad supo que algo importante estaba ocurriendo. Expectantes y curiosos acudieron en masa.  Dentro los discípulos estremecidos, desaforados y azorados por lo que estaban experimentando. Estaban allí todos, no faltaba nadie se habían reunido o mejor, refugiado porque tenían miedo. ¿Miedo a los judíos? ¿a sus compatriotas? Miedo a los dirigentes que habían crucificado a su Maestro y a ellos, gente de bien, los habían expulsado de la Sinagoga ese hogar religioso en el que crecieron alimentando su esperanza mesiánica.

Pero ahora ¿qué les estaba pasando? Todos gritaban, todos hablaban palabras que nunca antes habían salido de su boca, En esto se plantó Jesús en medio, es decir, se hizo visible, puesto que ya estaba allí. ¿No se habían reunido en su nombre? Se presentó para poner orden en ese desconcierto. Les gritó su paz y su paz se hizo oír pese al alboroto.

Su paz que no es una mera ausencia de conflicto sino esa plenitud que hace rebosar el corazón de alegría que impulsa a salir a expandirse y contagiar como si de un covid se tratara.

Inflados de alegría, de entusiasmo y de amor, los apóstoles volcaron por balcones y ventanas todo aquel cúmulo de sentimientos alegría y gracia y también el miedo que les había amordazado ahora rodaba por el suelo hecho añicos. Intrépidos, aguerridos y valientes nada ni nadie les impedía vociferar que la salvación ha llegado con Jesús.

Los de la calle, partos, medos, elamitas y de todos los países de la tierra alucinaban ¿estarían ebrios ya tan de mañana? ¿Y no son galileos? ¿Cómo hablaban lenguajes extraños y todos entendía como si de su idioma materno se tratara?

¡Había sido el Espíritu! ¿El Espíritu de Jesús y que Él mismo les había anunciado?  Apareció en forma de lenguas de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos.

El Espíritu es uno, pero nosotros somos distintos. El Espíritu se da a todos, pero no a granel. Él sabe, al igual que el Padre, de qué pie cojeamos cada uno, tiene contados los cabellos de cada cabeza y da a cada uno según su necesidad y según la tarea que decide encomendarle. Porque nadie se queda sin quehacer. En la viña hay mucho trabajo y los operarios son pocos. Cabeza, manos, pies y tobillos todos somos esenciales en ese cuerpo, la Iglesia que nace hoy.

El Evangelio termina con una frase lapidaria «lo que atéis en la tierra será atado en el Cielo, lo que desatéis será desatado» Dejemos la responsabilidad sacramental a los curas, pero estas palabras son también para nosotros, para la gente de a pie. Tal como yo perdone, allá en el Cielo se me perdonará a mí. Nos conviene perdonar

Que el Espíritu sople otra vez con el ímpetu que consiga tumbar nuestro egoísmo, movilizar nuestra dejadez y arder nuestro corazón.                                                         

                                                           .                                                     A. Sanjuán Miro