UNA MAÑANA CON SABOR A FIESTA. UNA TARDE DE ANGUSTIA Y MUERTE

Los discípulos andan agitados, ¡por fin su Maestro está dispuesto a dar la cara!

¡Ha llegado el momento! .Entusiasmados cortan ramas que agitan al aire cantando, gritando: ‘¡Hosanna, hosanna al hijo de David!!”.

 Se va a establecer el ansiado Reino. ¿Cuál de ellos, de los discípulos, ocupará el puesto más importante?

 Su Maestro tan reticente hasta entonces se decide a tomar Jerusalén. Su entrada en ella es triunfal, la gente se va sumando a la comitiva, gritan “¡Hosanna bendito el que viene!”

Entretanto montado sobre un engalanado burro Jesús llora: “Jerusalén, Jerusalén ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste!»

Han llegado al templo, parece una cueva de ladrones y no una casa de oración.  Las mesas de los cambistas ruedan por el suelo, los puestos de paloma desaparecen, la resistencia y la paciencia de Jesús han llegado a su límite el celo de la casa de su Padre le consume.

¡Se acabó la fiesta! Es el momento de la huida y el ocultamiento, del sigilo, solamente los doce se quedan, de momento, con El aunque uno de ellos, el que lleva la bolsa y quizá aspiraba a ministro de finanzas en el fallido reino, se rechichina por dentro; frustrada su ambición se conforma con treinta monedas.

El ambiente es insólito, tenso y a la vez íntimo y tierno “Hijitos os quiero, quereos entre vosotros”, es su testamento. “No os dejaré solos, no os dejaré huérfanos” es su promesa. “Padre guárdalos” es su oración.

Ahora el silencio la soledad y la angustia, sólo tres de sus amigos permanecen con él, pero se han dormido.

El gallo canta por tercera vez y Pedro baja la cabeza avergonzado y llora.

Judas desesperado se ahorca, no quería que su traición llegara tan lejos.

Jesus vapuleado de un lado para otro. Vestido de púrpura raída, coronado de espinas. Los soldados hacen mofas de él, los “hosannas” de la mañana se han convertido en perversos “¡crucifícale!” Las calles de Jerusalén no pueden soportar ni tanto odio ni tanta ternura y amor. Unas mujeres se compadecen, pero es por sus hijos por quienes han de llorar.

Los verdugos acostumbrados a su trabajo descargan con fuerza y maestría sus martillazos, al llegar a Jesús los embarga una extraña sensación de temor y respeto, de misterio, pero se sobreponen izando la cruz y fijándola firmemente en el suelo. Ahora es la codicia lo que les domina, van a repartirse las pertenencias de los ajusticiados, es su botín como recompensa a su cruel misión. Se cumple la Escritura: “repartieron entre sí mis vestiduras, y sobre mi ropa echaron suertes..”

A la distancia que marca la Ley pero a sus pies y en su corazón, la mujer fuerte atravesada por una espada de dolor, en pie tragando la angustia del Hijo al que no puede acoger en su regazo como cuando lo acunaba de niño. Todo silenciosa y celosamente lo va guardando en su interior. Junto a ella todos nosotros, que somos los discípulos amados y que nos llamamos Juan. La voz de Jesús resuena solemne «Mujer ahí tienes a tu hijo»

La naturaleza se estremece, un gran trueno ahoga la voz y el terror del soldado que grita «¡Verdaderamente este es Hijo de Dios!»

En el horizonte ahora oscurecido una luz, una esperanza. ¡Jesús saldrá victorioso del sepulcro»

 

Sor Áurea Sanjuán