Conocemos el dramatismo con el que el cine nos muestra la escena que nos ofrece el evangelio de hoy. Un Jesús enfurecido que ha improvisado un látigo de cuerdas y azota a diestro y siniestro derribando los puestos de venta y de los cambistas. La cosa debió de ser algo más discreta pues es impensable que un galileo pudiese entrometerse de esa manera ante las narices de la guardia romana reforzada esos días como medida de seguridad por la afluencia de peregrinos y fieles que acudían en estas fechas a presentar su ofrenda.

Pero lo cierto es que Jesús debió armar un más que notable alboroto pues de lo contrario los evangelistas no se habrían inventado un relato que desmerece a su Maestro, así que parece probado que Jesús se enfadó y que ese enfado contrasta fuertemente con su tónica habitual “Venid a mí que soy manso y humilde de corazón” “Mi yugo es suave y mi carga ligera”.

¿Qué ha pasado? Ha visto cómo se profana lo más querido y sagrado. “¡la habéis convertido en “cueva de ladrones” (Jeremías 7,8-11) “El celo de mi casa me consume”. El lugar santo que debiera ser un lugar de oración, de culto, de misericordia y de acogida, un lugar en el que cualquiera debiera encontrar paz y experiencia religiosa se ha convertido en un mercado, en un trapicheo de dinero recaudado a costa de la fe y de la creencia de los fieles en un lugar del que “se excluye a extranjeros y eunucos”. “Ignoráis que mi casa es casa de oración para todos los pueblos, pero yo los traeré a mi monte santo y los alegraré en mi casa de oración y su culto, del que vosotros los excluís, será grato a mis ojos (Isaías 56,3-7).

Jesús con su enfado está realizando un gesto profético por el que nos quiere mostrar cuál es el culto agradable a Dios. La gente que alborota el templo con sus mercaderías estaba realizando algo necesario, facilitar los sacrificios que se ofrecían durante la fiesta, pero lo que comenzó siendo un servicio fue degenerando hasta convertirse en la jauría que Jesús denuncia.

El culto que damos a Dios ha de ser en espíritu y verdad. No se trata de participar en solemnes celebraciones y quedarnos satisfechos pensando que con ellos ya tenemos al Señor de nuestra parte, esta actitud ya fue denunciada por Jeremías: “El Señor está con nosotros si nosotros estamos con Él. No podéis robar, matar, adulterar jurar en falso, incensar a Baal, correr tras otros dioses y luego venir a presentarse ante mí en este templo diciendo “estamos seguros, el Señor está con nosotros” acaso ¿tenéis este templo por una cueva de bandidos? ¿Queréis comprar a Dios con vuestros sacrificios?» (Jeremías 7,8-11) y en versión del Nuevo Testamento “No todo el que dice Señor, Señor, Señor, sino el que cumple la voluntad de mi Padre» (Mt.7,21) no se puede ir a rezar y seguir criticando y mintiendo al hermano, recordemos “misericordia quiero y no sacrificios» (Oseas 6,6). Los saduceos y fariseos de entonces y de hoy le plantan cara: «¿Con qué autoridad haces esto?» Ven sus negocios, su autoridad y su prestigio rodar por tierra, Jesús les estorba y Jesús con su fidelidad al Padre está firmando su sentencia. “Derribad este templo y en tres días lo construiré de nuevo» pero él hablaba del templo de su cuerpo ese cuerpo que iba a ser destruido y restaurado al tercer día, ese cuerpo, única casa de oración en la que todos sin discriminación, exclusiones ni diferencias, podemos cobijarnos.

Áurea Sanjuán Miró