Seguramente muchos de nosotros solemos rezar la liturgia de las Horas, o al menos, cuando oímos estas palabras, sabemos de lo que se trata. Las grandes celebraciones litúrgicas se denominan solemnidad y estos días constan de algunas características propias, por ejemplo, son precedidas el día anterior por las primeras vísperas. Es allí donde en la primera antífona aparece sintetizada la esencia de este día dedicado a honrar a santa María Madre de Dios.

La antífona a la que me refiero dice: “Qué admirable intercambio! El Creador del Género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una Virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos hace participar de su divinidad”. El creador por quién y para quien se hizo todo, para restaurar su obra, se abaja, desciende hacia el mundo creado por él y se hace uno de tantos, asume nuestra frágil condición humana; crece, aprende, juega, trabaja, sufre. Y como es la misericordia en persona, es capaz de tendernos la mano y atraer cada una de nuestras vidas hacia él, no porque con esto ganará algo, sino para que nosotros seamos capaces de acoger su misericordia y con él, llegar a ser felices.

Todo esto se pudo realizar en la historia gracias a la Virgen María, la Santa Madre de Dios, la que se fio de la Palabra de Dios. Fue su confianza en la que permitió a Dios hacer maravillas en su Persona; en ella el Verbo pudo tomar la condición humana para que por él, con él y en él volviéramos a ser amigos de Dios.

Hoy en medio de un mundo tan insatisfecho, lleno de agresión, falto de valores y de sentido, hambriento de amor; Dios sigue necesitando de hombres y mujeres, de nuevos y nuevas “Marías”; es decir, de personas capaces de confiar en el proyecto que Dios tiene para cada uno y de dejarle hacer.

Leemos en el Evangelio de Juan: “el que me ama guardará mi palabra y vendremos a él y en él haremos morada”. El Verbo sigue queriéndose encarnar en la vida de cada ser humano. Quiere hacer de nuestra alma su morada, y que nos transformemos en fuente de salvación para nuestros hermanos.

¡Qué hoy se realice en nosotros ese admirable intercambio, que él penetre el fondo de nuestros corazones, restaure lo que encuentre desfigurado y herido y transforme nuestro barro para hacerlo capaz de participar más plenamente de la belleza de la divinidad! Solo así podremos cambiar nuestro mundo, dejando primero que él cambie nuestro corazón.

Sor Mª Luisa Navarro, OP