Cuando la liturgia abre las puertas del adviento, tiempo que contiene en sí el color de la esperanza y la frescura del Rocío de la aurora, nos recuerda, en la primera lectura breve que leemos, que Dios es fiel y siempre cumple sus promesas.

Él había prometido en el paraíso, justamente después de la caída de la primera pareja del género humano, la redención del mismo por medio de la descendencia de una mujer.

Siglos tardó para preparar el momento oportuno, hasta que comenzó a cumplir su promesa pensada desde la eternidad, en una mujer llamada María.

Él la hizo nacer sin pecado original porque la había destinado a ser Madre de su Hijo y Madre de la nueva humanidad.

María es para nosotros signo de la fidelidad de Dios y de su total gratuidad.

María nos indica en el adviento que Dios es fiel, que es capaz de sorprendernos siempre, de llenarnos de sus dones, de abrir caminos donde parece que nada puede ser transitado ya.

María nos enseña a acoger el don y a responder a ese don prolongando la fidelidad del donador. Cuando el ángel la llamó “llena de gracia” y le propuso ser madre del Salvador, ella preguntó “cómo será esto si no conozco varón”. Y cuando el ángel le explicó verdades incomprensibles, ella creyó y dijo: “he aquí la esclava del Señor”.

María en el adviento nos enseña a renovar nuestra esperanza, a dejarnos refrescar por el rocío de la creatividad de Dios, a creer en él, aunque no lleguemos a comprender del todo lo que nos pide, abandonarnos a la acción de su palabra que es eficaz.

Al comienzo del adviento, en la escuela de María, acojamos lo que Dios, a través de nuestra vida, nos presenta y respondamos desde la fe: hágase en mí según la eterna eficacia de tu palabra y mi frágil y pobre fe.

Sor Mª Luisa Navarro, op