La Virgen María al dar a luz a Jesús no sufrió dolores, ni daño alguno en su integridad física, sin duda fue un parto singular el de su Hijo, pero lo que se le ahorró en este primer parto no se le dejó de dar al pie de la cruz. Allí, cuando la iglesia nacía del costado abierto de Cristo y ella era dada como madre a Juan, en el que recibía a cada uno de los hermanos de su Hijo, experimentó los dolores de parto. Algo así como le pasaba a Pablo que nos dejó escrito: “sufro por vosotros dolores de parto hasta ver a Cristo formado en cada uno”. En ese momento María asumía el ser madre, es decir, colaborar con el Espíritu Santo, para que en cada uno de los elegidos y creados por Dios para ser sus hijos, lleguen a tener la forma de Cristo, su mente, sus sentimientos, su misma obediencia y amor hacia el Padre y a cada uno de sus hermanos.

   Nuestro mundo está rico de soledad infecunda, de esa soledad que carcome el corazón y va sembrando tinieblas en la mente. Los que hemos recibido el don de la fe y hemos sido incorporados vitalmente a Cristo por el bautismo, debemos renovar nuestra conciencia de sabernos siempre acompañados por la que es Madre de misericordia, la Virgen María. No la vemos, no la tocamos, y hasta puede pasar que no experimentemos su presencia cercana en nuestras vidas, pero está.

   Avivemos nuestra fe en esta presencia materna, que delicadamente nos acompaña a lo largo del día y mientras dormimos en la noche; pidámosle, que:

  • cuando experimentemos la pobreza, como ella en Belén, estemos contentos por poseer la mayor riqueza: Jesucristo.
  • cuando nos perdamos entre los muchos quehaceres de la vida, ella salga a buscarnos y nos vuelva al camino la verdad.
  • cuando otros digan de nosotros que estamos locos por intentar vivir evangélicamente, ella nos asegure que estamos en la verdad.
  • cuando en medio de la alegría de la fiesta no estemos atentos a las necesidades de los demás, ella nos recuerde lo que hace falta y nos pongamos a servir.
  • cuando nos toque llevar la cruz por el camino oscuro del sufrimiento, su presencia nos aliente.
  • cuando sintamos miedo y nos encerramos en nosotros mismos o en nuestras preocupaciones, ella pida con nosotros el don del Espíritu Santo para que nos lance con esperanza renovada a vivir la alegría del evangelio.

Y, cuando nos toque morir, ella nos tome de la mano y nos ayude a saltar a la verdadera vida.

 

Sor Mª Luisa Navarro, op

                                                                                                               Monasterio Stma. Trinidad – Orihuela