A lo largo de la historia son muchos los gritos de esperanza y salvación que ha escuchado la humanidad y que más o menos duraderos se han ido extinguiendo, pero entre todos hay uno que perdura: es aquel que estalló el primer domingo de nuestra era y fue pronunciado por una mujer. En aquella sociedad el testimonio femenino carecía de valor. Es lo que percibimos en la expresión un tanto despectiva de aquellos descreídos y frustrados muchachos de Emaús: «Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que Él está vivo… Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a Él no lo vieron”

Pese a los prejuicios y la despectiva valoración, María Magdalena fue la primera en anunciar el gran misterio de nuestra fe.

¿Qué sintió y qué expresó y con qué poder de convicción, aquella mujer, que dio pie al encantador relato que nos transmite el evangelio de hoy?

No fue una expresión alocada, superficial y fantasiosa como, en aquel entonces, cabía esperar de una mujer y enamorada por más señas. Fue un poderoso “¡resucitó!” precedido de un titubeo, una duda y un miedo: “Se han llevado a mi señor y no sé dónde lo han puesto”. Al escucharla Pedro y Juan echaron a correr; Juan como era más joven llegó, pero “no entró” ¿Lo paralizó el miedo? Enseguida, jadeante llegó Pedro y él sí no dudó en precipitarse hacia el interior. Encontraron los signos de la mortaja “pero a Él no lo vieron” el sepulcro ¡estaba vacío! Un sepulcro vacío no es prueba contundente, los sentimientos, la experiencia religiosa y sobre todo el cambio de vida, la entrega generosa, la preocupación por el otro, la capacidad de arrostrar peligros por defender la propia convicción, la necesidad de mostrarla y ofrecerla a los demás, eso sí que interpela.

“No sé dónde lo han puesto, no sé dónde está” “pero a Él no lo vieron”.

¿no sigue siendo la inquietud que aún hoy, especialmente hoy, nos aturde y que intentamos despejar con una rotunda afirmación de fe?

Hoy es lo que más necesitamos: una explicación coherente y adulta y un Cristo vivo; vivo en nosotros los creyentes. Que nuestra manera de vivir, de actuar, de relacionarnos y de solidarizar, evidencie que “nos lo creemos” aunque en nuestra fe vaya incluida aquella desazón de María Magdalena: “no sé dónde está, no sé dónde lo han puesto” y la perplejidad de Pedro y Juan “pero a Él no lo vieron”.

Es nuestro vivir el que ha de mostrar y gritar que ¡resucitó!

Sor Áurea Sanjuán Miró, OP