Una de las propuestas que nos hace nuestro Dios hoy, es dejarnos guiar por su luz, dejar que la poderosa imantación de la gloria de Dios, de ese resplandor amoroso de su bondad, nos atraiga y nos transforme.

En María y José por un lado y en los ancianos Simeón y Ana encuentro dos caminos ordinarios que nos ofrecen cotidianamente para acceder al deseo más profundo del corazón. A todos: niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos nos satisface, nos llena el espíritu un buen encuentro.
El encuentro con los que amamos nos sacia y a la vez nos llena de energía, nos renueva interiormente. El verdadero encuentro rejuvenece por dentro, alegra el corazón y da luz al rostro. Dos caminos que nos llevan al encuentro suelen ser: El del fiel cumplimiento de lo que nos encomiendan, de todo lo que asumimos como responsabilidad personal y el de seguir las mociones del Espíritu Santo

María y José al cumplir con el precepto de la ley de presentar al Niño Jesús en el templo, vivieron un verdadero encuentro con Dios a través de las palabras del anciano Simeón. El niño a quien ellos cuidaban y custodiaban empezaba a predicar sin palabras, por su Espíritu, a hacer descubrir que él era la Luz de las naciones y la Gloria de Israel. La fidelidad a la ley y la docilidad a su Espíritu Santo los llevó a un encuentro que les cambió sus vidas.

Simeón y Ana que habían vivido en la esperanza de ver al Mesías, lo podían contemplar, acariciar, sentir su mirada, experimentar el influjo de su presencia salvadora. María y José recibían la confirmación de su misión: Dios, Yahvé, había puesto a su cuidado al Salvador del mundo que los pastores, los Magos y ahora, los dos ancianos, reconocían.
San Juan Pablo II dice que la profecía de Simeón, es una segunda Anunciación. Nos preguntamos ¿Por qué? Porque desde entonces María y, José que debía cuidar de ella y del Niño, para cumplir su misión, debían aceptar el ser traspasados por la espada del sufrimiento.

Encontrarse con Dios y dejar que su gloria entre en las rendijas más ocultas del alma supone dejar que el misterio pascual tome la vida y venza en nosotros mismos las tinieblas con las que todos más o menos convivimos.
Es bellísimo entrar en una habitación oscura, encender la luz y ver que automáticamente huye la oscuridad. Eso nos da seguridad, sabemos por dónde ir, lo que está en su lugar y lo que hay que ordenar.
Algo así pasa con la Luz de Dios: Jesucristo en nosotros al iluminar la mente, hace que veamos lo que hay que ordenar según el Evangelio. Al iluminar la voluntad, da fuerza para poner el orden del amor. Al iluminar los afectos, hace que el limpiar “la casa interior” sea una acción amable y amorosa. Esto que no quita el dolor que a veces produce el arduo trabajo de sacar lo que sobra, encauzar lo desbordado, limpiar lo que está empolvado o sucio.
Los encuentros con la luz tienen mucho de Pascua, pasando por la muerte nos hacen renacer a la vida, nos sacian porque van liberando el corazón, van haciéndonos cada vez más parecidos a Jesús.
Pidamos a María y a José que nos ayuden a ser dóciles al Espíritu que siempre nos conduce al encuentro con Jesús.