Estaban fuera, al margen, la sociedad los había desechado al igual como se arrojan al vertedero los cacharros inútiles, al igual que se apartan los objetos peligrosos. Eran diez leprosos, pura escoria humana no merecían un nombre propio ni ser considerados como hombres y era preciso protegerse de ellos, de ahí ese confinamiento tan inmisericorde; eran medidas higiénicas dictadas en nombre de Dios, pues con esa autoridad se aseguraba su cumplimiento.

Pero ¿puede ser mandamiento de Dios una ley que machaca así a un ser humano?

 Aquellos “impuros” que se habían agrupado unidos por la misma desesperación advirtieron que el maestro de Nazaret pasaba por un camino cercano rodeado de sus discípulos. Envalentonados con la fuerza que da el anonimato del grupo gritan su angustioso desespero. La Ley les ordenaba ahuyentar a cualquier viandante vociferando “¡impuro! ¡impuro! “pero ellos que buscaban cercanía, la cercanía de ese corazón que sabían misericordioso, de Jesús, alzaban más y más su voz diciendo:

“¡Jesús, hijo de David, ten compasión de nosotros!”

A voces manifestaban su fe y su confianza. Habían oído hablar de él en sus tiempos de felicidad, cuando eran hombres entre los hombres, pero quizá entonces su bienestar y satis facción no dejaba resquicio para la súplica, porque al igual que hoy el dolor, el sufrimiento y la desesperación es lo que más nos lleva a buscar el auxilio y la proximidad de Dios.

¿Rezamos igual en tiempos de bonanza que cuando nos oprime la angustia?

Jesús escuchó el desamparo de aquellos seres humanos, pero no quiso hacer ostentación con un milagro a la vista de aquellos que lo seguían, pues lo habrían aclamado distrayéndose así de lo esencial de su predicación, que no consiste en buscar y admirar prodigios sino en una sincera conversión del corazón, y les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”.

Los alejaba así de las miradas curiosas, pero en su camino hacia la sinagoga, sintieron que su piel   estaba limpia. Saltaban de alegría y quizá corrieron en busca del sacerdote que certificara su purificación y hacia el reencuentro con sus seres queridos. Se olvidaron de aquel que los había devuelto a la vida.

Solo uno, el extranjero, el doblemente humillado y despreciado, tachado de pagano y de no pertenecer a los que se sentían escogidos por su Dios, este hombre se sentía libre, no tenía la coerción de la ley, en su interior no sentía la opresión ni la esclavitud de normas erigidas por encima de todo y de todos, “no es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre”, sentía la alegría, el alborozo, la plenitud y el agradecimiento que le impulsaban a correr, a regresar hacia su bienhechor para  ofrecerle su sincera acción de gracias.

Jesús muestra su sorpresa ¿sólo tú has vuelto para darme gracias?

¿Qué nos está diciendo a nosotros esta escena?

Nos está diciendo que nuestra religiosidad, para ser auténtica, necesita ser como la del samaritano que acude en ayuda del malherido, tirado en la cuneta, que aparca sus prisas y sus intereses. Primero es aquel que necesita de compasión y misericordia.

Nos está diciendo que nuestra devoción debe semejarse a la del leproso curado.  Por encima de toda normativa está la alabanza la acción de gracias, el agradecimiento, el señor ha estado grande con nosotros como lo estuvo con ese samaritano que vuelve agradecido a los pies de aquel que lo ha sanado.

Nos está diciendo que nos cuidemos de no despreciar ni criticar a aquellos que no son tan cumplidores y practicantes religiosamente hablando, como nosotros.

Aprendamos la lección que con este pasaje del Evangelio Jesús nos está queriendo enseñar. Ojalá escuchemos como el samaritano: “Levántate, tu fe te ha salvado”.

                                     Sor Áurea Sanjuán, op