En mi mundo, en mi entorno, celebramos con gran solemnidad y fervor la fiesta de la Santísima Trinidad, aunque para algunos, celebrarla es verse acosado por los mil y un interrogantes  que nos plantea el querer ver y tocar, cuando queremos saber quién y cómo es Dios, cuando nos planteamos incluso la cuestión de su existencia.

Cuestiones como esta me movieron a explorar en el campo de la filosofía en busca de la verdad. De la experiencia salí sin duda enriquecida pero con más preguntas que certezas, aunque descubrí, gracias a Kant, que lo importante no es comprender lo que está más allá, ni cómo es Dios, sino entender qué es lo que debemos hacer aquí y ahora. Sentí que la filosofía algo tan aparentemente inútil sirve para que no nos engañen.

Escuché teorías interesantes pero no convincentes., como la de San Anselmo, quien afirmó que Dios es el Ser Supremo, que nada puede ser mayor que Él y que esto mismo prueba su existencia, ya que existir es parte de ser lo más grande que pueda imaginarse. Otros dijeron que Dios es Uno y Trino a la vez, explicándolo con términos como “persona”, “naturaleza”, “procesiones” y “consustancial”, conceptos que muchas veces resultan difíciles de entender. También se mencionó que Dios es todopoderoso y que “todo lo que quiere lo hace en el cielo y en la tierra”. Pero entonces surge la pregunta: ¿por qué permite tanto dolor? Esto generó discusión y algunos argumentaron que tal vez Dios es débil o incluso malo, mientras otros postularon la existencia de dos deidades: el Dios del bien y el Dios del mal.

Nos dijeron que Dios habita en las alturas, acompañado de ángeles, arcángeles y querubines que le alaban constantemente. Y entre nosotros surgieron hermosas oraciones, como la de Sor Isabel de la Trinidad.

Pero luego vino Jesús, quien nos enseñó algo diferente: que Dios no es lejano, ausente ni inmóvil. Jesús nos mostró que Dios tiene corazón. Que es el padre común de todos, que es amor y que nos cuida. Que se goza y está entre nosotros cuando nos ve hermanos, unidos fraternalmente. Nos enseñó a rezar el Padre Nuestro, y nos habló de un Reino que no está aquí ni allá, sino en nuestro corazón.

Dios es inefable porque no tenemos imágenes ni palabras para definirlo o describirlo; escapa a nuestros sentidos y capacidades, habitando en un nivel al que no podemos acceder directamente.

Y aquí nos surge el recuerdo de esa afirmación tan profunda y sugerente di Albert Einstein cuando nos dice que es absolutamente posible que, más allá de nuestra capacidad de percepción, existan mundos insospechados. 

¿No será Dios uno de esos mundos insospechados? 

Las palabras las teorías y los esfuerzos de pensadores y místicos no logran romper el enigma. Jesús nos lo advierte en el Evangelio de hoy, Él guarda muchas cosas para decirnos, pero no las podríamos resistir sin el Espíritu que nos enviará. Solo ese Espíritu  nos revelará la Verdad, esa verdad que con tanto empeño andamos buscando.

Por fortuna, es que Jesús que no nos deja huérfanos, que siempre y en toda ocasión está  con nosotros, con su vida con sus palabras sencillas y cotidianas, nos va mostrando el rostro de Dios.  Un Dios  cercano y envolvente que propicia con nosotros esa experiencia vivencial de lo divino, que toca el corazón y transforma la vida.

No pasemos de puntillas, celebremos esta fiesta en profundidad, ¡es la fiesta de Dios!                                   

Sor Áurea Sanjuán, OP

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