Comentario al Evangelio, VII Domingo de Pascua. ciclo c. Fiesta de la ASCENSIÓN  

Ha terminado el ciclo terreno de Jesús.

 Ya no lo vemos transitando nuestras calles. Durante tres años lo vimos pasar y quedarse junto a quien lo necesitara. Lo vimos sonreír y atraer a los niños, devolviendo la vista a los ciegos y limpiando la lepra de los infectados. Lo vimos pasar haciendo el bien, repartiendo bondad.

Escuchamos su mensaje, ese mensaje  capaz de darnos la paz, la alegría, el bienestar y todos esos ingredientes necesarios para saborear el amor y la auténtica libertad.

Se ha cumplido lo que de él estaba escrito: “padecerá mucho, resucitará” Ahora se nos va: “Mientras los bendecía se separó de ellos”. No preguntemos qué, dónde y cómo fue. No hay respuesta para ello.

Preguntémonos más bien ¿tiene en nosotros hoy la misma fuerza transformadora, que tuvo en los primeros testigos, cuando fue capaz de la mayor revolución, capaz de una repercusión sin precedentes?

Jesús se va, pero nos queda su promesa: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estaré en medio de ellos” “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” y nos queda su mandato: “id, haced discípulos de todos los pueblos…”

“Todos los días” hoy, ahora mismo, camina con nosotros ayudándonos a continuar su misión. Ya no lo veremos andar por nuestras calles; somos nosotros quienes lo hemos de encarnar y como Él, pasar haciendo el bien.

Ahora nos toca a nosotros, sus seguidores, continuar su misión. Nos toca suplantar con nuestras huellas las suyas, pasando como Él lo hizo, repartiendo bondad.

Cada acción nuestra debe ser un reflejo de su amor, una semilla para construir comunidad donde todas las personas, sea cual sea su condición, se sientan acogidas, comprendidas y valoradas.

Es nuestra responsabilidad crear espacios donde desaparezca la crispación, donde reine el respeto mutuo y donde prevalezca la armonía. Debemos ser capaces de acoger con el corazón abierto a quienes más necesitan perdón, amor y amistad. Solo así lograremos que nuestra manera de vivir y de relacionarnos  transmita el mensaje de Jesús.  Si nos amamos, si ese amor se hace manifiesto, cuantos nos rodean reconocerán que somos de los suyos, no porque lo proclamemos con palabras, sino porque lo encarnamos con nuestras obras.

Jesús ya no camina físicamente entre nosotros, pero su promesa sigue viva: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Está en nuestras manos el que esta promesa se haga tangible, siendo nosotros quienes encarnemos su mensaje y hagamos de cada paso nuestro un testimonio de su amor transformador.

Que nuestra vida sea luz, puente y refugio, una extensión del bien que Jesús sembró por nuestras calles, una manifestación de que Él sigue presente, ahora a través de nuestras acciones. Comienza nuestra tarea.

Sor Áurea Sanjuan Miró, OP

Publicaciones Similares