Hoy nos toca reflexionar sobre el tan traído y llevado tema de la oración. Hay tantas maneras de orar como personas y también como las distintas circunstancias en que las personas nos encontramos cuando rezamos. Si estamos angustiados, nuestra oración será una petición urgente de ayuda y ese estrés en que nos encontramos marcará el tono de ella, sin embargo si nuestra situación es tranquila y serena también se reflejará en nuestro rezo. Habría que añadir muchos más matices como la madurez de nuestra fe, el grado y sentido de nuestra formación y también sería relevante nuestra catadura moral, esto último lo vemos claro por ejemplo en la parábola del fariseo y la del publicano, el fariseo es jactancioso, su oración es jactanciosa. Colocado delante del altar con sus amplias vestiduras y sus brazos extendidos da gracias al Altísimo pero no por lo que recibe sino por ser como es y por no ser como ese publicano que humillado y contrito, sin atreverse a levantar la vista, reza escondido en el cancel.
Pero el fragmento de este domingo no nos pide analizar cómo es nuestra oración sino que nos invita a aprender cómo debe de ser y sobre todo cómo es la de Jesús, es lo que pide uno de sus discípulos, impresionado al verle rezar.
Y el maestro accede. Cuando recéis le dijo comenzar llamando a Dios padre (“papá”)
Este comienzo, a nosotros, acostumbrados como estamos, a recitar el “Padre nuestro” no nos impresiona, sin embargo marcó una revolución en el concepto de Dios. Dios ya no es tanto el señor todopoderoso y lejano ante el que intercede Abraham por el pueblo de Sodoma. Dios es ahora ratificado por Jesús como el “papaíto” cercano y amoroso que acepta y sucumbe su ira ante el regateo de Abraham, no lo castigará si encuentra cincuenta justos en el pueblo o aunque sean cuarenta, treinta, veinte, o tan solo uno. Su misericordia es tan grande y poderosa que le hace aparecer como un Dios débil, incapaz de castigar a quienes se alzan contra él. La oración que Jesús nos enseña marca toda una revolución en el concepto de Dios y además en el concepto que podemos tener de los otros. El otro para mí no puede ser ya un desconocido que me resulta indiferente, mucho menos un adversario o un enemigo, el otro es mi hermano, por sus venas circula la misma sangre que por las mías, la sangre de un hijo de Dios, tenemos un mismo Papá. Sí, esa persona, ese compañero o compañera, que me resulta insoportable, tiene el mismo derecho que yo, a llamar a Dios Padre y ese Padre que no tiene acepción de personas que no juzga por las apariencias que es providente, bondadoso y misericordioso, la acoge igual que a mí, como hijo. Por tanto en mi oración no puedo o no debo considerar a Dios como mi Dios, ni siquiera como mi Padre, Él es nuestro Padre y nuestro Dios. Si nos fijamos nos daremos cuenta de que Jesús nos recomienda una oración toda ella en plural. “Danos nuestro pan, perdona nuestras deudas, no nos dejes caer en tentación” y es que todos nosotros somos hermanos.
Nos recomienda también, algo original, nos incita a ser insistentes, es decir, a hacernos molestos y pesados, como lo fue aquel que pidió ayuda a su amigo y éste acabó echándole a la cara todo el pan que tenía.
No es que Dios, irritado y harto de ser molestado, vaya a cambiar, somos nosotros los que necesitamos insistir para afianzar confianza y nuestra seguridad en que seremos escuchados. La oración no cambia a Dios que es inmutable, nos cambia a nosotros que, al fin, comprenderemos que no se trata tanto de pedir y esperar lo concreto, aquello que deseamos o de evitar lo que nos angustia, seguros de que se nos dará lo mejor, lo que es bueno para nosotros, se nos dará Espíritu Santo y la alegría de que se cumpla Su Voluntad.
Sor Áurea Sanjuán, OP.