Comentario al Evangelio – Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
Jesús se empeña en darnos a conocer el verdadero rostro de Dios.
Hoy lo hace de manera un tanto indirecta y contraponiendo las dos figuras, guías clásicas en los textos evangélicos: la de los “buenos” y la de los “malos”.
Curiosamente, los malos siempre resultan ser los jerarcas religiosos, los fieles cumplidores de la Ley y los buenos, el resto de la gente, bruscamente aquellos que son considerados como pecadores. ¿Qué pasa? Aunque lo parezca, Jesús no está contra la ley, él mismo dice que ha venido a darle cumplimiento. Lo que pasa, es que Jesús tiene claro que por encima de ella está el ser humano, “no es el hombre para la ley sino la Ley para el hombre”. Dios, el Dios de Jesús es Aquel que acoge y perdona, que es misericordia y es Amor. Mientras que los fariseos tienen una visión rigorista de la Ley, aquí está la diferencia: todos se acercan a Jesús, pero unos, los buenos para criticarle: “Come con los pecadores”, y los otros, buscando el regazo acogedor que tanto necesitan.
También Nicodemo, un fariseo cautivado por Jesús pero que no se atreve a dar la cara, acude a ser instruido secretamente por el Maestro; un maestro que siempre sorprende, deja perplejos e incluso escandaliza: “Nicodemo, es preciso nacer de nuevo”.
Nacer de nuevo, una aspiración de muchos, pero imposible siempre de conseguir. La vida de cada cual es única, se aprende a vivir viviendo y no se puede desandar el camino ya trazado, no hay segunda oportunidad.
En cambio, Jesús, no sólo la ofrece, sino que nos la exige “es preciso nacer de nuevo” y Nicodemo, asombrado y perplejo, escucha el profundo discurso de Jesús que nos ofrece la liturgia de hoy.
Con Jesús todo cambia, todo ha de ser nuevo, es aquello de los odres viejos que han de ser sustituidos para contener el vino también nuevo. Son la tierra y los cielos nuevos, es el hombre viejo que ha de dar paso al nuevo.
La Cruz, signo de ignominia, es ahora exaltada y signo de salvación.
Sor Áurea Sanjuan Miró, OP
