¡En qué lio nos hemos metido al optar por Jesús!. Es como si quisiéramos andar con la cabeza sobre el suelo y los pies por las alturas.
Hay que amar a quien te odia, al que sientes como enemigo. Si te dan un bofetón poner la otra mejilla esperando el siguiente. Si me piden, tengo que dar y si me arrancan el manto, ofrecer también la túnica.
Esta radicalidad nos asusta y la sentimos imposible, y al mismo tiempo nos resulta curioso y extraño observar que en todo el discurso ni una sola palabra sobre ritos, misticismos, silencios o clausuras, sobre todo eso que nosotros o, quizá mejor dicho “nosotras”, hemos convertido en ley o norma suprema. Todas las exigencias se refieren a la convivencia, a nuestra relación con el otro. ¿Tan importante es el antipático que tengo a mi lado? Tan importante, que Dios lo ama como a su hijo y tú debes amarlo como tu hermano que es. ¿Cómo puedo amar a quien me está chinchando todo el día?

¿Cómo puedo tener simpatía a quien me está machacando?
¿Acaso puedo domesticar mis sentimientos?
Mis sentimientos se precipitan al menor estímulo y mi voluntad, por mucho que me lo proponga, llega tarde y no consigue pararlos y mucho menos modificarlos. ¿Puedo convertir la hostilidad en cariño? Si digo que sí, me autoengaño.
Como mucho, ante la injuria o la provocación. puedo optar por el silencio, pero en este caso “la procesión seguirá por dentro”. Ya lo dice el salmo:
“Yo me dije: callaré mientras el impío esté presente.Pero mi herida empeoró por dentro, mí interior se agriaba y me punzaba, hasta que solté la lengua…”
Al final, sueltas la lengua y por tu boca sale todo lo que tenías contenido y más, dices lo que después no quisieras haber dicho y de injuriado, pasas a injuriador.
Poco soluciono con el simple callar.
¿Pero es que se puede amar a alguna persona solamente porque te manden que la quieras?
La experiencia me dice que no. Yo puedo querer a quien me cae bien, pero nadie me puede exigir que ame a quien me incomoda. Sin embargo, Jesús lo hace: “Ama a tu enemigo”
“Si amas a quien te devuelve amor ¿Qué mérito tienes?”
Pero seguimos pensando que, de ninguna manera, lo podemos hacer.
¿De ninguna manera?

Sólo me será válida la manera de Dios. No en vano Jesús nos lo ha sugerido en este mismo discurso: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”
Y en la versión de Mateo: “Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto”
Esta es la fórmula que hace posible lo imposible.
Una aclaración previa. El amor del que habla Jesús no es el mismo que está al uso hoy. “Amor” es un término mal-tratado y que ha perdido su verdadera significación.
Amar en boca de Jesús significa hacer el bien. En boca del ambiente social significa atracción, enamoramiento, gusto, deseo…
Amar como lo hace Dios es no perseguir la propia y a veces egoísta satisfacción, aunque de rebote la obtendremos.
Amar como lo hace Dios es lo que hace posible lo que consideramos imposible. Dios me ama no por mi cara bonita, sino porque Él es bueno y “misericordioso”. Es decir, nuestra miseria atrae su corazón. De la misma manera, yo debo amar al otro si no soy capaz de hacerlo por lo que afea su rostro, al menos a pesar de ello…
¿Vale la fórmula? Sí, pero podría quedar sólo en una declaración de intenciones, algo que por abstracto y difuso no llegase a bajar a la realidad.
Para que esto no pase, nos puede ayudar el conocimiento.
Conocer a la otra persona en profundidad y no sólo por la apariencia, saber de dónde vienen sus debilidades y limitaciones, me moverá a ser compasivo y a intentar hacerle el bien, que en eso consiste el verdadero amor.
Conocerme a mí mismo, ver que grado de implicación, por no decir culpa, hay en mí para que se dé esa situación, a menudo, sin saberlo, somos los provocadores.
Por último, nos ayudará la ancestral Regla de oro citada por el propio Jesús:
“Trata a los demás, como tú quieres ser tratado”
Sor Áurea Sanjuán, OP