Hoy celebramos el día de la Sagrada Familia. La Iglesia, como no podía ser de otra manera, nos propone como paradigma la de Nazaret, sin embargo, eso no quiere decir que debemos imaginarla igual que la nuestra pues ambas difieren entre sí en cuanto institución. 

 La familia en tiempo de Jesús y en aquella área geográfica, era más bien un clan. La mujer abandonaba el suyo al contraer matrimonio y se integraba en el de su marido. En la nuestra la nueva pareja crea su propio núcleo y amos contrayentes se independizan de su respectiva casa. Es lo que sucedía en la sociedad romana y que logró implantarse después en nuestro entorno.  

Lo que se propone para imitar son los valores que la familia de Jesús encierra. Es decir, ese espacio en el que la persona vive y se desarrolla cultivando unos principios y unas virtudes que nos marcarán de por vida, de ahí la responsabilidad que tenemos en su selección y cuidado.

Todos, y no solo los niños, necesitamos un lugar cálido y saludable en el que crecer, desarrollarnos y envejecer. Un sitio donde echar raíces sentirnos   seguros. Es aquel espacio de ternura y respeto que sentimos como humus que acoge, nutre y cuida.

Ese lugar no es otro que la familia. No tenerla es la máxima precariedad y poseerla la mayor riqueza. 

La familia es algo que valorar y celebrar. El modelo, la humilde sencilla y divina de Jesús, María y José, en la que el niño crecía en sabiduría y gracia. Pero cuidemos de no almibararla, allí, como en todo núcleo familiar, se vivían situaciones agridulces, contrariedades y preocupaciones. Los evangelios nos lo indican, por ejemplo, con la narración de la huida a Egipto y el posterior retorno, hasta establecerse en Nazaret, es la preocupación por el, siempre difícil, cuidado del niño.

También el Hijo dio de qué hablar.  De mozalbete se escabulló y «sus padres angustiados» lo anduvieron buscando y de adulto armó tal polvareda que la familia pensó que se le habían cruzado los cables y decidió ir a por él para meterlo en razón. En ambas ocasiones, la del niño y la del adulto, Jesús reivindicó su actitud, diríamos -si no sonara a falta de respeto- que plantó cara: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi padre?”. “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan y cumplen la Palabra de Dios”.

María lo guardaba todo en su corazón y Jesús encontraba en ella la comprensión el consuelo y la seguridad “¿puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas?».

En la familia de Nazaret pese a las diferencias sociales y culturales por los dos mil años que la separan de la nuestra, se vivieron situaciones semejantes a las que vivimos nosotros, pero siempre prevaleció la armonía la paz y el amor, ese conjunto de propiedades que dan paso a la felicidad. Y es que la familia puede entenderse como aquel lugar en el que la felicidad es posible.

La Iglesia propone este día como el de la Sagrada Familia. Con esta celebración se impone el reflexionar sobre ella, sobre la de Nazaret y sobre la nuestra. No sólo festejar sino construir y no solamente la biológica pues hay que hacer familia en el espacio y con las personas que constituyen nuestro núcleo vital, aquellas con las que convivimos, sea en comunidad, en grupos de amistad o de compañeros de trabajo.

No solo agasajar, no solo disfrutar sino y sobre todo, construir espacios de acogida, serenidad y arraigo en los que los conflictos y problemas se resuelvan con responsabilidad, amor, comprensión y perdón. Donde el egoísmo se bata en retirada y la generosidad vaya ganando posiciones.

Festejar, disfrutar y preguntarnos: en mi familia biológica y en la social vital,

¿soy parte del problema o constructor de paz y bienestar?.

Sor Áurea Sanjuán, OP

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