XXIII Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo C.
Jesús va de camino hacia Jerusalén. Según el evangelio parece que arrastra a muchos, a una multitud. Le siguen escuchando su palabra, una palabra que hace arder el corazón. Pero sobre todo van exprimiendo de él todo beneficio posible. Seguir a este Maestro es un chollo, una gran ventaja: cura a los enfermos, expulsa a demonios y da de comer hasta la saciedad y aún sobra.
Pero Jesús se para en seco, se vuelve hacia la gente y cercena sus ilusiones. “Seguirme no es un juego. Aquí no valen las medias tintas”. Y en una lengua carente de comparativos y superlativos y que por tanto el único recurso que tiene para enfatizar es tirar mano de la exageración, lanza sus tres grandes exigencias, tres grandes exageraciones:
-Odiar a la familia
-Cargar con una Cruz
-Renunciar a todos los bienes.
Pero que no cunda el espanto ni el desánimo, ya hemos dicho que es un modo de hablar. Jesús no pide imposibles ni extravagancias. Simplemente expresa la seriedad y radicalidad, que no hay que confundir con el rigorismo. Un seguimiento basado en el rigor, es decir, en el fiel cumplimiento y aceptación de imposiciones y severidades externas no tiene nada que ver con Jesús. Todo lo de Jesús, su sello, su garantía de autenticidad está en lo profundo, en las raíces, de ahí es de donde sale lo que cada uno es, lo que cada uno vive. Seguir a Jesús es tener sus sentimientos arraigados en nuestro corazón.
Seguir a Jesús exige radicalidad, pero su yugo es suave y su carga ligera. Con estas tres exigencias tan drásticas, lo único que pide es disponibilidad.
Sentirse y estar libre, disponible y capaz de superar todo obstáculo, ya sea familiar, cuando media el egoísmo, ya sea el lastre de las vicisitudes y dificultades del mismo vivir, ya sea la esclavitud de las riquezas.
No se trata de odiar, término que suena tan feo en nuestra lengua, se trata de que ni tan siquiera nuestros padres o nuestros hermanos nos impidan el seguimiento de Jesús. No se trata de coger un pesado leño y cargarlo sobre nuestros hombros, se trata de acoger y aceptar los aprietos y contrariedades que nos trae la vida.
No se trata de abandonar todo, de dar hasta el último céntimo, se trata de que nuestros bienes no nos impidan saborear y apreciar el auténtico Bien y sobre todo que no sean una acumulación a costa de defraudar a otros ni retenidos egoístamente ignorando al que sufre y padece necesidad. No se trata, en definitiva, de renunciar. Jesús no exige renuncias; más bien, propone y ofrece. Nos presenta el alimento que da Vida, el agua que sacia toda sed. Por otra parte, frente a nosotros también están las ofertas, los planes y las promesas de la tierra que habitamos y del entorno que nos rodea. La decisión está en nuestras manos. A nosotros nos toca escoger.
Sor Áurea Sanjuan Miró, OP