Comentario al Evangelio del Domingo XXVII del T.O.- Ciclo C

Algo hay en el Maestro Jesús que lo distingue de todos los demás. Sus discípulos están fascinados, lo han visto rezar a su Padre Dios y han quedado conmovidos, nada que ver con los rutinarios y ostentosos rezos de sus maestros religiosos, han percibido algo de sus sentimientos y han quedado seducidos. Lo han visto relacionarse con pobres y ricos, con sanos y enfermos, con justos y pecadores, no salen de su asombro, en su círculo caben todos, no tiene acepción de personas, se complace con los buenos y descubre lo bueno que hay en cada hombre “malo”. Han escuchado sus palabras, han contemplado su vivir, lo están viendo caminar firme y decidido hacia Jerusalén donde le esperan, según les acaba de anunciar, la humillación  y la muerte. Están admirados. ¿No podrían ellos ser un poco como Él?

Tan despistados como siempre, esta vez han encontrado el quid de la cuestión, algo tiene su maestro que a ellos les falta, y del profundo de su ser brota una oración: 

“¡Señor auméntanos la fe!”

Jesús aprovecha para  matizar y aclarar. No responde directamente,  pero sí pone los puntos sobre las “les”.

Comienza enfatizando el valor de la Fe. Es tan poderosa, que si poseyéramos una mínima porción de ella, tendríamos fuerza y energía para trasplantar montes al mar.

Interpretar la metáfora como realidad objetiva, es decir, al pie de la letra, nos desorienta y aleja del auténtico mensaje. 

La Fe no tiene el poder de mover montañas, pero sí el de remover actitudes, sentimientos y situaciones.

La Fe es un don que cualifica a toda la persona. No lo puedo adquirir ni fabricar, ni es fruto de mis obras, pero sí se manifiesta en ellas y tengo el deber de cultivar y cuidar, sabiendo que al hacerlo no será mérito propio, al igual que el criado de la parábola “hace lo que tiene que hacer”.

Con nuestra fe, con ese don que se nos regala, no moveremos montañas, pero sí que nuestra vida y nuestro vivir darán un vuelco.

¡Señor, auméntanos la Fe!

En la Fe no hay cantidad, peso, ni volumen. La Fe tiene que ver con el ser y las raíces, con el convencimiento y la confianza. “Sé de quien me he fiado”, nos dice San Pablo.

No tengo más o menos fe, simplemente me fío o no me fío. Vivo enraizado en Jesús o vivo como hoja que, sin raíces, es arrastrada por el viento.

La fe no es algo que nos viene de fuera, sino que nos crece desde dentro. Es un don de Dios y es Dios quien la ha depositado como una semilla en el fondo de nuestro corazón, y es Dios quien la hace germinar y crecer.                                   

Al pedir al Señor que aumente nuestras fe, lo que pedimos es que la fortalezca. La fe es la confianza y la seguridad de saber de Quién me he fiado, a Quién me he abandonado.  No se trata simple y llanamente de creer.   

El creer ha de tener consecuencias en nuestro modo de ser y de vivir, en nuestro caminar. 

Al pedir al Señor que aumente nuestra fe, pedimos una fe capaz de comprometerse en la causa de Jesús, capaz de transformar nuestra vida y de hacernos experimentar que nada hay imposible para Dios. De ese modo de vivir la fe, resultará algo más grande que mover montañas, que mover moreras y plantarlas en el mar.

La fe es un don de Dios que recibimos gratuitamente y del que no podemos vanagloriarnos como si de mérito propio se tratara. “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”, es la actitud fundamental de la fe fuerte y profunda. Una fe que no consiste en actos aislados o más o menos frecuentes, sino que da sentido a todo nuestro ser y a cada momento y circunstancia de nuestro vivir. Con esa fe profunda, aunque sea tan pequeña como un grano de mostaza, afrontaremos con firmeza, seguridad y confianza todos los avatares, al parecer imposible, de ir con seguridad y confianza, hacia nuestra particular y personal Jerusalén.

Sor Áurea Sanjuán, OP

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