Con María y el Espíritu nunca caminamos solos
Para comenzar el ciclo ordinario del año litúrgico, que es, como todo el año litúrgico, la actualización de la vida de Cristo en nuestro hoy personal, por medio de la eucaristía, la práctica de los demás sacramentos, o la liturgia de las horas; la iglesia nos propone hacer memoria de María, Madre de la Iglesia.
Ella, que dio a luz sin dolor en el parto a su hijo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre; al pie de la cruz asiste al nacimiento de la iglesia en el mismo momento en que Jesús da la vida por nuestra salvación. Este segundo parto es doloroso, sin embargo, como el primero tiene la alegría de la esperanza, pues cuando Jesús le da a Juan como hijo, en él nos confía a todos los que formaremos la iglesia a lo largo de los siglos al cuidado de su madre. La esperanza de María, puesta en Dios y en la respuesta que cada uno dará la gracia de su Hijo, es la de una madre que espera que sus actuales y futuros hijos tengan la forma de Cristo. Su mente y sus sentimientos, su manera de reaccionar frente al sufrimiento. Para esta empresa, que no es nada fácil para el cristiano, tenemos dos aliados: el Espíritu Santo y la Virgen madre. Son aliados activos y potentes, el Espíritu Santo actúa desde dentro impulsándonos, poniendo nosotros el querer y lanzándonos a obrar el bien, y María, como madre de niños pequeños (¿Cuándo dejamos de serlo mientras vamos de camino por este mundo?), está pendiente de nuestras necesidades para interceder como lo hizo en Caná.
Conviene recordar estas verdades de nuestra fe porque nos ayudan a tener conciencia de que no estamos solos, que tenemos a nuestro lado dos abogados defensores en todos los instantes de nuestra vida. Ellos, con la misma iglesia y la gracia de Dios, son la mejor herencia que nos ha podido dejar Jesucristo.
¡Qué María Madre de la iglesia, nos enseñe a administrar en lo cotidiano esta maravillosa herencia recibida!
Sor María Luisa Navarro, OP