Jesús, látigo en mano y al grito de “habéis convertido mi casa en una cueva de ladrones” va expulsando a los mercaderes, derribando mesas, asustando a hombres y animales, vemos palomas huyendo despavoridas, monedas rodando por los suelos, es una escena dantesca que hemos visto representada en las películas y es la que está en el imaginario popular.

 Y esto es algo que sus discípulos hubiesen querido ocultar porque conlleva un cierto desdoro para su Maestro. Sin embargo los cuatro evangelistas lo cuentan, lo que induce a los exegetas a ver en ello una prueba de su historicidad. Sí, Jesús montó un numerito, aunque de hecho  no debió pasar de un pequeño alboroto, es impensable otra cosa en una concentración de unas diez mil personas y una guardia del templo más la romana fuertemente pertrechadas y alerta para sofocar cualquier conato de sublevación durante la fiesta.  Sea como fuese, el asunto es que vemos a  Jesús enfadarse al  igual que cualquiera de  nosotros.

¿Igual? Él se irrita porque “el celo por la casa de mi Padre me consume” porque la casa de oración “ ha sido convertida en cueva de ladrones”. Nosotros ¿por qué nos enfadamos? Aquí hay un punto de reflexión para nuestra vida práctica. ¿ Me enfado como Jesús  porque algo o alguien está profanando el Templo? Recordemos a San Pablo: “ese templo sois vosotros”

Somos, debemos ser, templo, casa de Dios, casa de oración, es decir, espacio donde habita la alabanza y el amor a Dios, por encima de todas las cosas y la valoración, el amor y el respeto al hermano, si esto falla si ese espacio lo lleno de rutinas y ausencias de manera que mientras mis pies permanecen anclados en el templo mi espíritu camina lejos, distraído, preocupado y ocupado, como los mercaderes, en mis propios intereses y negocios  alejado de lo que debería ser mi rezo, si ese espacio lo lleno de  rencillas, menosprecios  y crispación que serán  nimiedades pero que nos alejan del ejemplo de Jesús inquieto porque la casa de su Padre se parece más a una “cueva de ladrones que a un recinto donde se cultiva la bondad y el amor que la convierten en “casa de oración”. Un Jesús que se irrita porque lo que debiera ser un lugar de acogida y reconciliación, de  expansión, de alabanza y acción de gracias hemos dejado que ese espacio lo ocupen el rigor y la letra de la Ley, convirtiendo así  en piedra, lo que debería ser un corazón de carne. Contra un culto así, van dirigidas las diatribas de profetas como Isaías 11,1-16 y Amos 5,23 contra un culto que brota de corazones inmisericordes con los hermanos, con aquellos que precisamente Jesús se identifica

Cuidemos nuestro culto, no dejemos  que la rutina y la superficialidad y lo que es mucho peor la de confundir la liturgia con el rito, la de primar unos rituales  carentes de esa «adoración en espíritu y verdad» que indica Jesús a la Samaritana

Hagamos de nuestro templo, de nuestro ser, Un lugar apacible para Jesús cómo lo fue La caisa de Marta y María, donde Jesús no tenga que perder los nervios. Preguntémonos ¿soy casa de oración?

Sor Áurea Sanjuán, OP

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