
Hoy estamos llamados a rezar por los difuntos, y lo hacemos en especial por los que nos son más cercanos. Todos tenemos nuestros duelos y pérdidas; y todos, a medida que van desapareciendo familiares y amigos, vamos sintiendo una fría soledad.
Cada uno de nosotros lleva en el corazón la ausencia de seres queridos. Son ausencias que, al percibirlas, paradójicamente nos hacen sentir su presencia. Pese a ello, cada muerte de los nuestros la sentimos como una tragedia que nos marca profundamente y nos enfrenta a nuestra propia fragilidad.
Sin embargo, en lo más profundo de nuestro ser, allí donde la esperanza se mantiene, percibimos, pese a toda evidencia, que alguien tan importante para nosotros no ha desaparecido del todo. Cuando vemos el féretro hundirse en la tumba o cuando nos entregan un puñado de cenizas, sentimos que la muerte no puede tener la última palabra. Estos sentimientos valen, incluso, más allá que cualquier convicción o creencia personal.
Es lo que nos dicen las diversas lecturas que la Liturgia nos propone para esta celebración: todas ellas son una llamada a la Fe, a la Esperanza y al Amor. Así, la fe nos invita a mirar más allá del dolor, a confiar en la promesa de Vida. No estamos solos; nos acompañan aquellos que ya partieron y nos sostiene la confianza en aquel que es Resurrección y Vida, en aquel que nos asegura que “los que han muerto vivirán para siempre”. Es lo que subraya el libro de la Sabiduría:
Los justos, los buenos,
aquellos que han significado tanto para nuestro vivir, están en paz:
Las almas de los justos están en las manos de Dios.
Los insensatos pensaban que habían muerto,
que su salida de este mundo era una desgracia
y su partida de entre nosotros, una completa destrucción.
Pero los justos están en paz, y los que son fieles a su amor
permanecerán a su lado,
porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos.
Sor Áurea Sanjuán Miró, OP
