Jesús ha reunido a sus amigos. La conversación es distendida y a la vez confidencial y profunda. Los sondea, no por mera curiosidad sino porque quiere hacerlos conscientes de la misión que han recibido. Que vivan con seriedad y profundidad esa aventura que han emprendido de seguir a Jesús y proclamar su Reino.
Les pregunta:
¿Qué se dice por ahí de mí?
¿Quién dice la gente que soy yo?
Lo que se dice de Jesús es diverso y múltiple. Es Juan el Bautista, es Elías o uno de los profetas, y es que cada uno tiene su idea, su representación, su imagen. También sus prejuicios y sus influencias. No siempre, o mejor dicho, casi nunca abordamos las cuestiones desde la pura objetividad. Lo que hemos oído, lo que hemos escuchado, lo que dice el periodista de mi preferencia. Todo influye en mi propia opinión. Para ser realmente objetivo tendría que comenzar por saber quién soy yo, pues ni a nosotros mismos nos conocemos. Ocurre que la gente, nosotros y yo mismo, sin advertirlo, llevamos las marcas de la Cadena que vemos, la emisora que sintonizamos, o de las lecturas que hacemos. Eso ocurría ya en tiempo de Jesús y ocurre ahora que estamos tan super saturados de información, que muchas veces resulta ser deformación. Para los judíos, incluso creyentes, resultaba difícil superar la idea de un mesías nacionalista, para los griegos convertidos por simpatizantes con el cristianismo, como un personaje, un maestro tan importante que decía ser llamado “hijo de Dios”. Sólo aquellos que han recibido la luz del Espíritu, lo proclaman verdadero “hijo de Dios”. Esa, pues, fue la respuesta de Pedro y que mereció la felicitación de Jesús. Por todo eso, no es fácil responder a la pregunta: ¿Quién decís vosotros que soy yo? Y es más difícil responder a ¿quién digo yo que es Jesús? ¿Quién es Jesús para mí? Y todavía es más difícil por no decir imposible que mis palabras tengan poder de convicción. El lenguaje es importante, fundamental para la comunicación, pero el que utilizamos para transmitir la fe, con frecuencia está bastante devaluado.
La gente y nosotros mismos estamos saturados de palabras que resultan ser cantinelas aprendidas.
El poder de convicción lo tienen mis actitudes, mis acciones, mi comportamiento, mis sentimientos, son los que dicen quién y qué es Jesús para mí. Si guardo rencor, si no comprendo y perdono, si me desentiendo de los demás, si no hago el bien, si no derrocho bondad, lo que diga no será creíble.
Jesús insiste, ¿Quién decís vosotros, mis amigos, que soy yo?
Y esa pregunta atraviesa los espacios y los siglos. Esa cuestión llega hasta hoy, hasta los que estamos aquí reunidos en su nombre.
-Vosotros, los cristianos ¿quién decís que soy yo?
¿Qué respondemos?
También nosotros, cada uno, tenemos una idea, una representación, una imagen de Dios. También nuestra respuesta será variada y diversa, aunque con un nexo común. Al igual que Pedro, responderemos al unísono: “Tu eres el Cristo, el hijo de Dios vivo.”
Pero si percibimos el carácter más personal, más intimista del planteamiento, la cuestión resultará:
-¿Quién dices tú que soy yo?
No es la lengua la que puede responder, no son las palabras las que expresan lo que significa Jesús para mí.
ES MI VIVIR, QUIEN RESPONDE
Sor Áurea Sanjuán, OP