La gente andaba descarriada, sin guía y sin rumbo, los problemas eran agobiantes. En su corazón resonaba al ritmo de su fatiga y desamparo aquello de “¿a quién vamos a acudir?” Y acuden a Jesús. No es que les interese su mensaje, que todavía desconocen, sino porque habían oído hablar de los signos que hacía, incluso habían presenciado alguno de ellos. Cojos que corren, ciegos que ven, endemoniados que recobran la paz.
Aquello pareció ser un valle de lágrimas, cada uno con su mochila de sufrimiento al hombro. Charlaban entre ellos contándose sus males, que a nadie interesaban, pues cada cual estaba centrado y ofuscado en su propia tragedia. Alborotaban gritando, queriendo llamar la atención para ser atendidos, entre tanto la palabra de Jesús resonaba solemne y a la vez sencilla pero como voz que resuena en el desierto, aunque, poco a poco fue ganando protagonismo, adueñándose de aquella pobre gente que acabó sintiéndose cautivada por la enseñanza de tan singular Maestro. Ya no eran sus problemas lo importante, escuchar a ese Profeta era relativizarlos. La paz, la alegría, el entusiasmo, se fueron adueñando de todos.

Así fue pasando la tarde. Gente que escuchaba embelesada sin advertir que la noche se echaba encima y estaban en descampado.
Los amigos de Jesús, se le acercaron:
– Maestro, despídelos ya. Que vayan a las aldeas cercanas y se compren algo para cenar y busquen donde cobijarse, están lejos de sus casas.
En definitiva, que cada cual se las apañe. Son soluciones que delatan la mentalidad individualista del “sálvese quien pueda”, la falta de empatía y el egoísmo. También la sensación de impotencia que se resuelve con ese “lavarse las manos” o el “mirar para otro lado”.
En medio de tan insolidarias propuestas de solución, se levanta la voz de Jesús con un rotundo imperativo:
“Dadles vosotros de comer”
Ahora, el lío es monumental. “Estás loco?”. “Ni con doscientos denarios tendríamos para comprar un pedazo de pan para cada uno”. En medio de todos estos aspavientos, resonó la voz tímida pero resuelta de aquel muchacho: “Yo tengo cinco panes y dos peces”
Su propia vianda. Su generoso gesto, provocó una desabrida respuesta:
“¿Qué es eso para tanta gente?”
Pero Jesús, valorando aquella pequeña aportación y posiblemente la de otros que, estimulados por aquel ejemplo, pondrían a disposición de todos, las escasas provisiones que llevaban consigo, ordenó a la gente sentarse y a sus discípulos distribuir a cada uno cuanto quisiese de pan y pescado
Y ocurrió el milagro del compartir. Comieron todos y todas, se saciaron y sobró.
No son los poderosos ni la administración, son los hombres y mujeres de buena voluntad, los que no se retraen de vivir un poco peor para que otros sobrevivan mejor. Estos son los que realizan el milagro.

Lo que comenzó como un encuentro lleno fe, gemidos, lágrimas y súplicas en el que cada cual lidiaba egoístamente por su propia necesidad, se fue transformando en un abrazo fraternal. Comenzaba el Reino de Dios, el reino de Jesús. Un reino sin fronteras ni exclusiones. Sin alambradas ni discriminación, en el que todas las pieles son iguales, sea cual sea su color.
Lo ocurrido aquel día nos dejó una enseñanza que llega hasta hoy. Aprendimos que, incluso en los momentos más oscuros, la solidaridad y el amor tienen la solución. Aprendimos que el compartir transforma la escasez en abundancia, aprendimos que el compartir alivia no solo el sufrimiento físico o la penuria, sino también y sobre todo el miedo y la soledad. Aprendimos que un mundo como el nuestro, destrozado por la crispación, el odio y el rencor, se unifica por las pequeñas comunidades impregnadas de fraternidad y solidaridad.
Hacer de nuestro entorno pequeñas parcelas de paz y fraternidad, de solidaridad, es ir escribiendo el Reino de Dios, el Reino de Jesús.
Sor Áurea Sanjuán, OP