En el corazón silencioso del monasterio, donde la vida discurre entre la oración, el trabajo sencillo y la contemplación, mayo trae consigo un perfume especial: el de María, y florece como un mes especial: el mes de María, nuestra Madre del cielo.
Su presencia no hace ruido. Es un susurro que envuelve cada jornada, un canto silencioso que eleva el alma.
María es la primera consagrada del corazón: silenciosa en Nazaret, fuerte en la fe, constante en el amor. Mirarla es aprender a vivir de Dios y para Dios, dejando que la gracia florezca en los gestos pequeños, en la obediencia alegre, en el servicio oculto.
Cada Ave María es como una rosa que se ofrece a Nuestra Señora. El Rosario no es repetición vacía, sino susurro de amor que nos ayuda a contemplar la vida de Jesús desde los ojos y el corazón de su Madre. Qué hermoso sería que, al caer la tarde, como buena tradición dominicana, las familias se reunieran, dejando que el canto del Rosario se mezcle con el viento y suba al cielo como un regalo de amor.
María nos llama a renovar la fe, no desde la obligación, sino desde el corazón: sencillo, alegre, confiado. Como ella, «hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1,38). Mayo no es solo un tiempo para mirar a María, sino para dejarnos mirar por ella y permitir que su mirada nos renueve la fe cansada, nos fortalezca en las luchas diarias y nos acerque aún más a su Hijo, Jesús. Durante este mes, cada rincón de nuestros claustros se transforma en una pequeña flor ofrecida a la Madre. Deseamos que el rezo del Santo Rosario sea una invitación a hacer una pausa en medio de las rutinas y reencontrarnos con esa ternura que guía nuestros pasos con paciencia y amor; que las letanías se recen como quien desgrana pétalos de amor, y el Rosario se vuelve un hilo que nos una al cielo.

Contemplar a María es recordar que el silencio no es vacío, sino espacio donde Dios habla. Ella nos enseña que la vida oculta, ofrecida en amor, es fecunda y bendita.
Bajo su manto, en cada Avemaría, florece la fe que transforma el mundo desde dentro.