Traducción de la carta por la cual las Monjas de Prato hacen que nuestra Santa se presente a sí misma a los que entran a visitar la página web del Monasterio: http://members.xoom.alice.it/monasterodom/

¡Hola! Estoy muy contenta de que hayas venido a visitarme. Ah, perdona, me presento: Soy Catalina de Ricci, florentina, pero conocida como la santa de Prato. Ponte cómodo frente a mí: quiero contarte brevemente mi historia.

Vi la luz en este mundo en el año 1522 (un poco lejanillo ¿verdad?) Pero mi época es más parecida a la tuya de lo que puedas pensar. Si hubiese tenido que elegir un mes para nacer hubiese preferido abril: es apacible, dulce… un poco escondido frente los otros meses que incluyen fechas importantes; yo me siento un poco así.

Nací el 23 de abril. Mi familia era bastante importante, de los Ricci de Florencia. Mi padre se llamaba Pedro Francisco y mi madre Catalina. Fui bautizada con el nombre de Alejandra Lucrecia Rómula, pero fui llamada siempre Sandrina.

Mamá se fue pronto, tenía cuatro años cuando murió y el vacío que dejó fue grande para mí. Más tarde papá volvió a casarse con una mujer maravillosa, que supo quererme como una verdadera madre, tanto que terminó llenando el vacío que me oprimía. Se llamaba Fiametta y me regalaron cuatro hermanos y cinco hermanas. Era tan delicada y virtuosa que comprendía mi gran secreto, eso que no hubiera revelado a nadie: mi amor por Jesús.

Apenas tenía nueve años cuando comprendí que mi vida pertenecía sólo a Dios; me di cuenta porque me gustaba todo de Él, todo lo que Él mismo había mostrado a mi alma. Comprendí que Él es belleza, Verdad, Vida, Fidelidad, Armonía, pero sobre todo es Amor, todo Amor. Amor que sacia y que consume. Experimentaba que sólo Dios basta, experimentaba que quería todo Su amor, ser sólo suya ya en esta vida, quería vivir con él mi gran historia de Amor y por eso no me bastaba permanecer algunas horas con Él: lo quería todo para mí. Contemplar Su rostro, sus atributos me extasiaban. ¡Cuánta belleza!, ¡Cuánta bondad! ¿Cómo descubrir un encanto similar? Me perdía en Él y un simple hilo de hierba tenía el poder de arrebatarme de este mundo. ¡Oh! No por el hilo de hierba en sí mismo, sino porque lo había creado perfecto y bello a pesar de la aparente inutilidad. Nosotros hacemos las cosas para que sean útiles, que sirvan para algo: Dios no. Él crea por el gusto de crear. Algún pintor me ha pintado en éxtasis apretando una violeta entre mis manos. Puede que a él le pareciera un episodio extraordinario, para mí era natural y debería serlo para todos.

El descubrimiento de este singular Amor de Dios me hace desear la vida consagrada, no soñaba propiamente llegar a ser monja, mas sí desposarme con el más bello de entre todos los hijos del hombre. Ser su esposa era mi máxima aspiración. Deseaba un lugar propicio para mi historia de amor y de ofrecimiento. Era necesario un ambiente de gran fervor, una comunidad totalmente dedicada a Dios, perdida en Él.

A los 13 años el Señor me hace encontrar dos religiosas del Monasterio de San Vicente de Prato. Eran deliciosas: alegres, pobres, enamoradas de Jesús. No me pensé dos veces preguntarles pasar un período de prueba con ellas. Se alegraron mucho nada más decirlo; mi padre…no tanto. Transcurrió un período por así decirlo un poco negro. Mi padre de normal dulcísimo y tierno, no paraba de poner obstáculos. Me amenazó, pero no servía… Enfermé. No quería disgustar a mi padre, pero tampoco quería renunciar a mi sueño de amor. Mi enfermedad se fue agravando (llegando casi a morir) y la cosa le apenó muchísimo. Y cuando sané, gracias a una intervención divina, recibí el permiso de entrar en el monasterio. ¡Era felicísima! Jesús me hablaba, me raptaba en éxtasis, me mostraba Su mundo, me apretaba a su corazón. Mis hermanas no lo sabían y externamente parecía distraída, es más, digámoslo todo: un poco tonta. Pensaron hasta devolverme a casa, pero el Señor manifestó que aquel aparente desinterés del mundo circundante era debido a una particular comunión con Él, y me aceptaron entre ellas como monja.

En mi camino monástico he conocido la belleza de vivir íntimamente con Dios y el gozo de la convivencia fraterna. He sido repetidamente priora, por eso he amado a mis hermanas como hija y he sido amada como madre. Hemos crecido juntas a nivel humano y espiritual.

El regalo más grande que he recibido y que tanto he deseado, ha sido el abrazo de Jesús crucificado. En un caluroso día de agosto, el 24, no me quedé en el coro para la acción de gracias después de la Comunión eucarística: tenía una tos que podía molestar a mis hermanas. Me refugié en mi celda, me quité el velo, para peinarme (por la mañana me había vestido rápidamente para ir al coro) y sentí que me llamaban. Me giré de repente y… ¡Oh Señor, Jesús se había separado del crucifijo! Tenía miedo de que se cayese de la cruz y lo cogí por las piernas… después no recuerdo nada más. Permanecí en sus brazos, no sé decir cuánto tiempo, sólo sé que me vieron todas las monjas (piensa: casi 200), el confesor de la Comunidad y también algunos de los Padres Dominicos del convento de enfrente.

Jesús me pidió hacer tres procesiones por todos los que estaban lejos de Él. Y de 1542, todos los años, hasta hoy, por el monasterio se celebran las tres procesiones pedidas, en las cuales participan monjas y laicos, que en esta ocasión pueden entrar en la clausura y rezamos por todos.

Mi vida no la cambiaría por ninguna otra: ha sido bellísima. ¿Y sabes por qué? Porque me he fiado del proyecto de Dios ¿Quién si no Él podía darme el gozo y la felicidad? Vivir en la compañía de Dios es el don más grande, es la conquista de la verdadera libertad, esa que te hace ser señor y no esclavo.

Prueba tú también el confiar tu vida a aquel que lo sabe todo de ti. Después… tú también me contarás una historia bellísima. ¡Buen Camino!