Algunos fueron a contarle a Jesús lo que había ocurrido a los galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían y por la contundente respuesta del Maestro percibimos un cierto tufillo morboso en el relato.

“¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto?  “Os digo que no”.

 “O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? “Os digo que no”.

Es algo parecido a otra ocasión en la que al ver a un ciego de nacimiento  los discípulos preguntaron:

“Maestro ¿Quién pecó, éste o sus padres?”

La respuesta igualmente contundente:

“Ni éste pecó, ni sus padres…”

Los judíos estaban convencidos. La desgracia, la enfermedad, la falta de prosperidad eran un castigo merecido por el pecado personal o de los antepasados. La salud y la riqueza, por el contrario, se consideraban signos de la bendición divina.

En la Escritura estaba escrito:

“Yo, el Señor tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen”. Éxodo 20,5

Esto había calado hondo y siguió siendo la doctrina tradicional  pese a que Jeremías y Ezequiel ya habían advertido:

“En aquel día ya no dirán: “Los padres comieron agraces y los hijos sufrieron dentera”- Jer.31, 29 

Ez 18, 2

Necesitamos un chivo expiatorio, necesitamos culpables para justificarnos a nosotros mismos o incluso justificar al mismo Dios.

Culpable es única y exclusivamente quien comete el mal, lo fue Pilato, lo fueron, si los hubo, los encargados del mantenimiento de la torre de Siloé y lo es, ahora mismo Putin pero de ninguna manera los que sufren las consecuencias de esa maldad.  Las víctimas no merecen eso que les cae encima, y en todo caso no hubo, no hay, castigo. Nuestro Dios es compasivo y misericordioso y no quiere la muerte de nadie. El mal, la desgracia o la enfermedad suceden por el devenir natural o por la libertad otorgada, con todas sus consecuencias, al hombre.

No lo creían así los compatriotas de Jesús pero él se desmarca de la doctrina tradicional y nos muestra un nuevo rostro de Dios.

Ni culpabilizar ni culpabilizarnos. El sentimiento de culpa nos daña. La conversión que reiteradamente nos pide Jesús es una llamada a la responsabilidad y la coherencia, a volvernos  hacia Dios y ponernos bajo su mirada misericordiosa, es una llamada a hacer efectivo en la relación con el otro ese Amor que Él nos otorga. Sed perfectos, es decir sed santos y misericordiosos como vuestro Padre celestial lo es.

Es el fruto que el Dueño nos pide. No podemos ser higuera estéril. Tenemos la garantía de la paciencia y el cuidado del buen Viñador.                                                               

                                                                                                                       Sor Áurea Sanjuán, op