Juan estaba ya en el desierto. ¿Habría ido a predicar? Sería absurdo. Fue a escuchar y allí le llegó la Palabra de Dios.

Descubrió el sentido de la salvación, que como todo israelita esperaba. Descubrió que esa salvación no resultaría de la liberación de fuerzas opresoras externas sino de aquellas que desde nuestro interior oprimen el corazón. Descubrió la necesidad de conversión.

Se sintió libre, no de la dominación romana sino de esa coacción interna y egoísta que nos repliega sobre nosotros mismos. Se le hizo vasto el horizonte y entre múltiples caminos se le destacó uno, que habría que desbrozar y allanar, por el que llegaría la Salvación. Llegaría el Señor.

Desaparecieron las necesidades inmediatas y placenteras, le bastaba la miel silvestre y la piel de camello. Su obsesión gritar y ahora sí, predicar.

La experiencia vivida la tenía que comunicar y tenía que compartir la libertad conquistada. Ese era su nuevo rol, su ser profeta.

Porque profeta no es aquel que avista el futuro. El futuro lo puede ver quien sepa observar el presente.

Profeta es aquel que vive, saborea y descubre. Experimenta y comunica para que también los otros vivan, saboreen, descubran y experimenten.

Juan es más que profeta. No ha nacido de mujer nadie mayor que él. Y es Jesús quien lo afirma.

Desde entonces una voz grita en el desierto: “preparad el camino”.

En el desierto de nuestro espacio cotidiano hagamos silencio para escuchar y la Palabra llegará también a nosotros y como Juan descubriremos el camino que ayuda y salva, un camino que hay que preparar igualando lo escabroso y enderezando lo torcido. Escuchemos, escudriñemos el evangelio y se nos dirá cómo.

No tendremos que optar por la miel silvestre ni vestir piel de camello. No se trata de imitar ni de vivir lo que otros. Se trata de averiguar qué es lo que se nos pide a cada uno, que rastrojos son los que yo debo quemar sabiendo que no se nos pide a todos lo mismo. Y también descubrir qué hay en mí que deba vigorizar y enriquecer. El Dueño nos pide multiplicar los talentos, aquellos que antes nos dio.

Convertirse es destruir lo negativo que hay en mí y es también fortalecer los dones que poseo.

Convertirse es volverse hacia Él.  Enderezar la senda que lo acerca y ver su salvación. Esa Salvación que todos verán.

 

                                                                                                            Sor Áurea Sanjuán, op