Con la liturgia de hoy nos situamos entre dos momentos de espera radicalmente distintos a la vez que idénticos.

Esperamos el nacimiento de un niño, la máxima expresión  de vulnerabilidad y dependencia, un bebé no sobrevive sin la protección y cuidado de alguien que lo arrope.

Esperamos la venida gloriosa y apoteósica con trono de nubes y con gran poder y majestad de ese mismo Niño llegado a plenitud.

Entre una y otra venida el cosmos que se hace añicos con astros que se tabalean y signos amenazantes en el sol y la luna. Hombres enloquecidos por el terror. Una escena que puede ilustrarse con “El grito” de Edvard Munch.

A nosotros, gente del siglo XXI estas páginas de la Biblia no pasan de ser una obra literaria arcaica, más o menos valorada. ¿Qué supone para los cristianos que sentimos estos escritos como palabra de Dios?

Esperar al Jesús de Belén hace brotar la ternura, la bondad y la alegría.   Esperar al Juez y Señor del Universo, inquietud y tal vez temor y escrúpulo. Sin embargo, en los dos casos quien viene es uno y el mismo. Es Jesús de Nazaret.

Viniendo entre pajas, el que no hizo alarde de su categoría de Dios, nos muestra que sus valores no son los de este mundo. Que el prestigio y el poder no se alcanzan humillando o menospreciando y mucho menos utilizando como escabel al hermano. Que para él valen lo mismo el requesón y la miel de los pastores que el oro, el incienso y la mirra de los reyes porque él, Jesús, no se fija en la apariencia, sino que mira al corazón. Puestos a valorar, los dos céntimos de la viuda cotizan más alto. Nos dice que no hace ascos del pecador, sino que comprende y perdona: “vete y no peques más”, que a todos se ofrece como Agua Viva y Pan del Cielo para que todos, todos, no volvamos a tener sed, para que todos, todos, tengamos vida y la tengamos en abundancia.

Viniendo entre nubes y con gran majestad, es una concesión que nos hace. Nos cuesta ver en lo normal y sencillo al Dios que anhelamos. Caemos de rodillas ante lo magnífico, extraordinario y espectacular.

Dos esperas, la de Jesús niño en un pesebre y la de Jesús, Hijo del Hombre, sentado a la derecha del Padre y entre las dos, como metáfora de nuestra vida, la gran angustia, el universo que se estremece a nuestro alrededor, son los agobios de la vida, nuestras negligencias y desmesuras como vino y vicio que embotan nuestra mente.

¿Miedo, terror, angustia?

Cuando sintamos que el mundo se nos cae encima, confiar y espera. Pase lo que pase es Jesús el que viene. En los momentos difíciles, está.

El evangelio de hoy nos lo pone claro: “Levantaros. Alzad la cabeza. SE ACRCA VUESTRA LIBERACIÓN”

Porque el que está y viene es Jesús, el que es don y gracia, el que es AMOR.

                                                                                                         Sor Áurea