Jesús prosigue su camino hacia Jerusalén, va con sus discípulos y ha tomado sus precauciones para evitar a esa gente que no pretende seguirle sino aprovecharse de sus milagros.

Jesús quiere estar a solas con los suyos que necesitan empaparse de su doctrina. Sus discípulos buscan un reino, un reino como los de este mundo en el que la lucha por el poder, por el poder de dominar al otro, es lo prioritario. Tienen que enterarse, tienen que comprender que el Reino de Jesús no es así. El Reino de Jesús es justamente al revés. En él los primeros son los últimos y los grandes los más pequeños.

Él mismo, el Mesías tan anhelado, no es un guerrero triunfador y glorioso sino alguien que va a ser maltratado y crucificado.

Por segunda vez y con toda claridad les explica lo que va a suceder. Algo que no escuchan, que no entienden porque no les interesa entender. Difícilmente nos bajamos de nuestras pretensiones. La desilusión no es apetecible. Soñamos con grandezas, esas grandezas que superan nuestra capacidad y nos peleamos por conseguirlas. Derribar al otro del pedestal que consideramos nos pertenece. Así pensamos y sentimos cuando lejos de acompañar a Jesús nos enroscamos sobre nosotros mismos. Así pensamos y así discuten y piensan los discípulos que no comparten los sentimientos de su maestro que, pese a estar rodeado de todos ellos, camina solo, con la angustia de saber lo que se le echa encima y la cerrazón y abandono de sus amigos.

Al llegar a casa, con la intimidad que proporcionan esas paredes tan nuestras, Jesús entre dolorido y comprensivo les pregunta:

“¿Qué discutíais por el camino?”

La vergüenza nos cierra los ojos y la lengua. Quedan en silencio, un silencio que rompe Jesús para pacientemente volverles a explicar.

Disputabais por ser cada uno el mayor, mayor que el otro. Entre vosotros no ha de ser así. ¿Queréis tener parte conmigo? Tendréis que daros la vuelta y quedaros en las antípodas de vuestro pensar y querer.  Os he dicho que en mi reino el primero ha de ser el último y el grande el más pequeño y ciertamente ha de ser así, pero no tal como vosotros lo entendéis.

En mi Reino es preciso multiplicar los dones, pero cada uno los suyos, los que ha recibido. Aspirad y trabajad para ser el mayor y el primero pero no con relación al compañero sino cada uno consigo mismo, hacer fructificar al ciento por uno cada talento, todos tus talentos. No lo conseguiréis en competencia con los demás sino poniéndoos a su servicio.

Para hacer más comprensibles sus palabras, llama a uno de los niños que merodeaban por allí, lo abraza, lo coloca en medio de ellos y dice:

”Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge”

Un gesto que para nosotros tendría un significado muy distinto al que Jesús quiso dar, pero muy expresivo en aquel entonces.

Hoy el niño es rey, en aquella época y cultura no contaba. Abrazarlo, acogerlo era abrazar y acoger al débil, al inmigrante, al indigente.

Así es el Reino, así es seguir a Jesús.

                                                                                                                  Sor Áurea Sanjuán, op