¡Cuántos sordos andamos por el mundo incapaces de escuchar, atentos, muy atentos, a nuestra propia voz, que por otra parte, nadie o pocos, escuchan. Necesitamos abrir los oídos, necesitamos un amigo que nos acerque a Jesús y un Jesús que nos dé algo de lo suyo, un poco de saliva, que rompa nuestro aislamiento. Ese autismo que nos sumerge en nuestro propio pozo al que no llegan las voces del sufrimiento ni tampoco, quizá por celos o envidia, las de alegría, ni simplemente las de aquel que habla por hablar pero que tras tal superficialidad se oculta la necesidad y búsqueda de un alguien en su entorno, un alguien que le haga sentir que no está solo, que hay otros seres a los que alcanza su “bla, bla, bla”. No siempre el hablar sin contenido es banal.

Estamos hechos para la sociabilidad. Necesitamos comunicar y comunicarnos. Sin el entorno humano que nos rodea y acoge no habría desarrollo y nuestro ser sería, al decir de Pablo, como un aborto. Seríamos como el sordo del que nos habla hoy el evangelio, que vivía la máxima marginación, abandonado de Dios y por tanto también de la institución religiosa. Nadie lo escuchaba y a nadie podía escuchar. No era la enfermedad o la minusvalía lo más grave.

En aquella época y aquel ambiente una dolencia así se interpretaba como signo del rechazo o castigo por parte de Dios. Si Dios rechaza, la Sinagoga y los jefes religiosos han de rechazar también. Estamos pues ante un excluido de Dios y de los hombres.

El que Dios “lo dejara de su mano” era prueba de su pecado “Maestro ¿quién pecó, este o sus padres?” preguntaron los discípulos en otra ocasión.  Y el salmista nos dice: “Nunca he visto un justo abandonado ni a sus hijos mendigar el pan”.

Jesús pone patas arriba esta interpretación, una de tantas tradiciones que aposta por romper. Al curarlo se pone de su parte y lo saca a la plaza pública, se acabaron las restricciones, ya puede acudir a la Sinagoga y orar en el templo. “Ni éste ha pecado, ni sus padres” ¿No os habéis enterado de a cuántos mata el dolor inmerecido? Una torre que se derrumba como la de Siloé, una lepra que condena a la soledad y al aislamiento, una peste que se lleva por delante a tantos de los nuestros, una enfermedad que somos incapaces de curar, ¿pensáis que vosotros, los que veis estas desgracias desde la barrera sois más inocentes que aquellos que las padecen?

No, no sois mejores, el dolor y el sufrimiento no son un castigo. Los dioses que acusan y castigan no son el de Jesús. El Dios que encontramos en Jesús, acoge y cura.

Es lo que deberíamos hacer nosotros, no criticar, no hacer el vacío, no apartar ni apartarse. Acoger y curar. Para ello necesitamos dejarnos acoger, dejarnos curar, permitir que los dedos del Maestro humedezcan nuestros oídos, dejar que los abra para que por ellos pase al corazón aquella Palabra que es Amor y es Vida. Sólo así sabremos escuchar al que sufre y al que está contento, al que pide un poco de compañía. Sabremos interpretar ese balbuceo de quien como el sordo del evangelio apenas puede hablar. Un balbuceo ininteligible pero que quizá este gritando: “Estoy aquí, a tu lado, sácame del ostracismo y la soledad”. Escuchar y acompañar, como aquellos que acompañando al sordo lo llevaron a Jesús. Y con ellos exclamar:

 “Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos”

Sor Áurea Sanjuán, op