ASUNCIÓN DE MARÍA

 

De María hemos hecho una “diosa” todos los atributos que a lo largo de siglos de historia y cultura hemos ido reconociendo y valorando se los hemos adjudicado, atributos en realidad sólo propios y posibles en un dios. Esto sería criticable si no naciera de una sincera expresión de cariño y devoción. María no necesita nuestros títulos. Vivió en un momento concreto de la humanidad en el que la mujer, al igual que los niños, ni siquiera contaba. Solamente un valor reconocido, el expresado en la entonces única alabanza posible, la de aquella otra mujer: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron” pero incluso este elogio queda minusvalorado al superponerle otro muy superior: “dichosa más bien porque escucha la Palabra de Dios y la cumple”. Esta es su gloria.

Aquella niña, turbada por el anuncio del ángel reaccionó al igual que su ya hijo, de ella y del Altísimo, que “no vino a ser servido sino a servir” y a toda prisa recogió su hatillo y “se puso en camino”  hacia  la montaña a un pueblo de Judá. Isabel necesitaba sus servicios.

Este es su encanto, el que la asemeja a su Hijo y Señor y la acerca a nosotros; haciéndose como él, pequeña y humilde, sabemos que la podemos imitar, que como ella podemos escuchar la Palabra, cumplirla y recibir la bendición del Altísimo, que también en nuestras entrañas habitará.

La fiesta que hoy celebramos es el culmen o recapitulación de todos los elogios, todas las propiedades y todos los títulos que dedicamos a la que siendo madre de Jesús reconocemos como madre de Dios. Su exaltación no ha de hacernos olvidar a la sencilla y humilde muchacha   de Nazaret que desde su pequeñez supo reconocer la obra grande que Dios hizo en ella y proclamar no su propio privilegio sino la grandeza de Dios. Ese Dios que ensalza a los humildes y humilla a los jactanciosos. Que colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.

María escuchó por boca de su prima el más hermoso y profundo piropo: “Dichosa tú porque has creído

El niño de Isabel saltó de júbilo, la cercanía de Jesús lo alborotó. También a nosotros que generación tras generación hemos conocido la encarnación del Hijo de Dios y generación tras generación felicitamos a su madre.

Si el cuerpo de María no descansa en nuestra tierra, es lo que hoy celebramos, necesitamos que su espíritu se quede entre nosotros como modelo y acicate de fidelidad, como sostén y guía de nuestro sí. Necesitamos escuchar de ella: “Haced lo que Él os diga”

Sor Áurea