En el Evangelio de hoy todos se saltan la Ley, Jairo, la mujer enferma y el propio Jesús.

Jairo desesperado porque su niña se muere, jefe de la sinagoga, se salta sus propios principios religiosos, en su ambiente, en su entorno ya se rechaza a Jesús; la mujer harta de humillaciones y sufrimiento y de haber gastado en vano toda su hacienda siente que su último recurso está en saltarse todas las normas legales que la estigmatizan, acercarse y tocar a ese profeta que anda por ahí curando a todos. Esta mujer es prototipo del marginado y excluido. Para hacernos cargo de su situación es bueno traer a cuento la legislación del Levítico que regía en aquel momento:

«La mujer permanecerá impura cuando tenga su menstruación o tenga hemorragias; todo lo que ella toque quedará impuro, así como también quien entre en contacto con ella».

Su decisión de abrirse paso entre la gente y tocar aunque sea el manto de Jesús implica un riesgo considerable, pues todo aquel con quien se roce e incluso Jesús, quedarán impuros y sobre ella caerá todo el peso de la ley por haberlo provocado.

Jesús se deja tocar y a su vez toca el cadáver de la niña.

Jairo y la mujer quebrantan el mandamiento por desesperación, buscando remedio y salvación; Jesús por misericordia y compasión.

Jesús ha vuelto a las andadas, ha vuelto a quebrantar la ley, una ley  que no ha venido a abolir sino a darle cumplimiento, a perfeccionarla, pero es que Jesús no reconoce legitimidad a un mandato, por mucho que nos digan que es de Dios, cuando éste maltrata, minusvalora o desprecia al hermano.

  La ley es legítima cuando lejos de oprimir ennoblece, valora y ayuda al ser humano, a todo ser humano.

Es lo que en este episodio expresa Jesús: “¿Quién me ha tocado?”. “Pero, ¡Maestro! si andas apretujado por una muchedumbre y preguntas quién te ha tocado?”. Jesús  sabe que todos los acercamientos a Él no son iguales. Hay quien se acerca por la presión social de su entorno, “¿dónde vas Vicente? Donde va la gente”. Hay quien lo hace por rutina, porque así se lo enseñaron de pequeño y sigue sin mayor planteamiento; otros por curiosidad, para ser testigos de los milagros que les han contado, y hay quien entre todos estos motivos espúreos, lo hace con sinceridad y fe, porque sabe qué sólo en Jesús encontrará la salvación que necesita. Jesús lo percibe, de él ha salido esa fuerza misericordiosa que no se resiste ante quien marcado por el desprecio y la humillación, excluido y marginado, “desechado como cacharro inútil”, pone en Él su fe y su confianza”.

Todo esto sucede mientras van de camino a la casa de Jairo, el padre a quien se está muriendo su pequeña, éste camina ansioso y esperanzado, ha sido testigo de la curación de esa mujer, pero les salen al paso los agoreros, los que anunciando males o muertes disuaden de toda esperanza. “No molestes al maestro, tu hija ha muerto” y Jesús, una vez más alienta a la vida. “No temas, confía, basta con que tengas fe”.

Al llegar y oír el alboroto de lloros y lamentos a gritos los echa a todos a cajas destempladas: “¿Qué alboroto es este? La niña no está muerta, está dormida” y todos se reían de él.

No permitió que nadie le acompañase, tan sólo los padres y sus tres amigos, los padres transidos de dolor y de esperanza, los amigos incondicionales en su adhesión; para los burlones, frívolos y curiosos no hay sitio.

Sin hacer ascos, sin miedo a contaminarse y quedar impuro, coge de la mano a la muchacha y le ordena: “Niña, a ti te lo digo, ¡levántate!”. Jesús no hace solo sus prodigios, su salvación no es por arte de magia, nos exige algo de nuestra parte, “levántate, haz ese pequeño esfuerzo, colabora”, “el que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, nos dirá san Agustín.

La niña, con sus doce años, plena de vida, de gracia, echó a andar”. No sabemos su nombre, su anonimato nos indica que podemos ser cualquiera de nosotros, a ti, a mí, a cada uno nos dice: “Levántate”, haz algo, “te basta mi gracia”       

Jesús, lleno de humanidad les dice: “dadle de comer”.

 Y “todos se quedaron viendo visiones”

                                                                                                                      Sor Áurea Sanjuán, op