Jesús habla constantemente del “Reino de los cielos”, parece que no entiende de otras historias y quiere para nosotros la misma obsesión y el mismo empeño: “Si conocierais el don de Dios…” pero nosotros tenemos otras quimeras y otros quehaceres.

Nos habla del Reino de mil maneras y todas apetecibles, sugerentes y sencillas. El Reino es un banquete, una boda, una fiesta. Es la alegría de encontrar la dracma perdida, de abrazar al hijo que regresa al descubrir que la felicidad solamente le aguarda en la casa paterna, es el gozo de cambiar pequeñas piedras por una perla de gran tamaño y valor, es la inefable sorpresa de encontrar un tesoro escondido. El Reino es dicha y satisfacción plena.

Si buscamos el Reino que nos presenta Jesús lo encontraremos por la única senda que conduce a la felicidad ansiada, aquella que queda trazada al pasar haciendo el bien y descubriremos algo sorprendente, aunque la puerta sea estrecha nos resultará fácil franquearla, como al hombre de la parábola que sólo tuvo que esparcir la semilla y luego seguir la vida cotidiana: “Duerme de noche y se levanta de mañana, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo.” Sí lo sabe el salmista que reza a su Dios: “Tú cuidas la tierra y la enriqueces sin medida…”

Si conociéramos el don de Dios no seríamos tan remisos y nos pondríamos manos a la obra. Pero no se trata de construir sino más bien de advertir y localizar, de enterarnos: “No está aquí o allí, dentro de vosotros está”.

Sí, en el fondo de nuestro ser lo tenemos depositado en forma de pequeña simiente, tan diminuta como la de un grano de mostaza, pero con la gran potencialidad de llegar a manifestarse en esplendorosas parcelas de cielo.  ¿Qué otra cosa, si no, resulta en mi entorno cuando hago efectivo ese poder, el poder de hacer el bien?

Ya lo hemos visto, no se trata de ser Superman en virtud sino simplemente de ir esparciendo pequeñas semillas de bondad, de amabilidad, de comprensión y ayuda. De limpiar nuestros ojos para mirar como los de Dios, que no se entretiene con apariencias, sino que mira el corazón; se trata de limpiar el nuestro porque de lo que hay en él habla la lengua. A Jesús no se le caía de la boca el Reino porque es lo que acariciaba en su interior. Con el corazón y el mirar limpios, esperar como el labrador de la parábola.  Pronto recogeremos el fruto, pronto saborearemos el bienestar que se respira a nuestro alrededor.

Podemos hablar de cultivar pequeñas parcelas de Cielo porque es lo que hizo Jesús, poner el Reino a nuestro alcance. Sin brillantes teorías ni obtusas elucubraciones, sintetizó lo más admirable, lo más ansiado, lo absolutamente inefable en un pequeño grano de mostaza.

                                                                                                   Sor Áurea Sanjuán, op