NO SABEMOS DONDE LO HAN PUESTO

¿POR QUÉ BUSCÁIS ENTRE LOS MUERTOS AL QUE VIVE?

María Magdalena y con ella la otra María, no han podido pegar ojo. Su Maestro, su Señor, su Amado yace en un sepulcro. Saben dónde está porque se fijaron cuando lo desclavaron, ya cadáver. Ahora, al amanecer, pero todavía de noche se dirigen allí dispuestas a embalsamar el cuerpo, algo que no pudieron hacer porque el sábado se les echaba encima. Andan afligidas y temerosas. ¿Quién les correrá la piedra?

Al llegar, un sudor frío y un sobresalto. La piedra está corrida, y el sepulcro está vacío. El grito de Magdalena: «se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto»

Algo así nos ocurre. Nuestro Maestro ha muerto. Lo hemos matado. Somos demasiado adultos y demasiado sabios para seguir creyendo en esas mitologías.

¿No es esa la realidad del ambiente que vivimos? ¿No es eso lo que se nos echa en cara a los creyentes?

No hace mucho los que ya somos muy entrados en años, lo hemos conocido, la sociedad entera estaba impregnada del olor a incienso de las celebraciones, las procesiones discurrían emocionadas y enfervorizadas. La gente, incluso los menos allegados se acercaban a los sacramentos, había que «cumplir» al menos una vez al año. Ahora lo tachamos de folklore. Las iglesias están vacías y la referencia a lo sagrado ha desaparecido. Sí, en este sentido, lo religioso, Jesús, ha muerto.

Con esto no quiero decir que lo de tiempos pasados fue mejor, pero sí quiero constatar “que no sabemos dónde lo han puesto”.

¿Dónde ha quedado el sentido de la existencia? Aquella religiosidad pese a su necesidad de purificación, ofrecía un por qué y un para qué al ser humano. ¿Los tiene, los tenemos hoy? Nuestro Maestro ha muerto, lo hemos arrinconado, como se arrinconan los juguetes cuando ya no es edad fe fantasías. ¿Con qué lo hemos suplido?

No se trata de añoranzas ni de lamentos, tampoco de reproches. ¿Por qué buscar entre los muertos al que vive?

 María Magdalena lo buscó en el sepulcro y lo encontró vacío.  Corrió a comunicarlo a Pedro y a Juan, pero su mensaje fue equívoco: “¡Lo han robado! ¡No sabemos dónde lo han puesto!” Sólo cuando tuvo un encuentro con Jesús, aunque disfrazado de hortelano se le abrieron los ojos y creyó. Su Maestro, su Señor, su Amado ¡vive! y corrió a decirlo a los apóstoles y esta vez sí, su testimonio fue auténtico. Y ellos corrieron al sepulcro y un ángel los paró: “no está aquí. ¡Ha resucitado!”

Abrirnos paso entre lo muerto y buscar a Jesús en el silencio, en la oración, en el hermano. Ir a Galilea, es decir, al lugar de lo cotidiano donde se vive el amor y el servicio. “Allí lo veréis”

Sor Áurea