Conmemoramos aquel lejano día en el que los seguidores de Jesús creyeron ver cumplidas sus esperanzas mesiánicas y mientras soñaban con espectaculares triunfos cortaban ramos de olivo que  agitaban en torno a su maestro  jubilosos: “Hosanna, bendito el que viene, Hosanna al Hijo de David”. Su euforia subía de tono al ver que a su paso se les iba sumando gente deseosa de salir de la monotonía y de ver cumplidas sus esperanzas mesiánicas, esperanzas arrastradas generación tras generación. Por fin iba a caer la dominación romana y se iba a instaurar el reino de Israel. Israel, el pueblo elegido, el predilecto de Yahvé se alzaría sobre todos los de la tierra. Y mientras avanzaba aquella, si no grotesca sí ingenua procesión, Jesús montado sobre un pollino lloraba: “Jerusalén, Jerusalén, ¡cuántas veces quise arroparte como la gallina acoge a sus polluelos y no quisiste!

La fiesta acaba aquí. Este gentío se dispersa para concentrarse poco después sustituyendo el hosanna por el crucifícale.

Es lo que pasa cuando nos dejamos llevar por lo que se cuece en el ambiente. La superficialidad y la rutina nos llevan a hacer realidad ese dicho tan popular “¿A dónde vas Vicente? ¡Adonde va la gente!”. Es la falta de valores enraizados en nuestro ser lo que nos lleva a dar bandazos de un extremo a otro porque en realidad no sabemos qué queremos.

El día había comenzado bullicioso y festivo, ahora la noche se cierne dolorosa y triste. La euforia de la mañana, así nos lo propone la Liturgia, es ahora terror y angustia, a los hosannas, superpone la lectura de la Pasión, este año, ciclo B, la que escribió Marcos, la primera en el tiempo y que comienza con el episodio de María Magdalena derramando aquel caro perfume, tan caro que escandalizó a la concurrencia: “…Si lo hubiera vendido, se podría haber dado el importe a los pobres” ¿alguien cree en la sinceridad de este razonamiento? Más perspicaz y contundente, el evangelista Juan apostilla refiriéndose a Judas: “Lo decía porque como era ladrón y  llevaba la bolsa sustraía de lo que echaban en ella”.  En la respuesta de Jesús podemos descubrir un tanto de ironía. “Pobres siempre tenéis entre vosotros” ¿Tanto os preocupáis por ellos?

Entretanto Judas, despechado, tomó la decisión de entregarlo a los sumos sacerdotes.

Sabemos la continuación de la historia que obviamente no podemos comentar, pero sí sugerir una lectura pausada y contemplativa con la que acompañar a Jesús en el último tramo de su vida terrestre. Verle cómo se nos entrega en la Eucaristía, con el Pan y el Vino se parte y se reparte por y para nosotros y nos insta a hacer lo mismo, partirnos y repartirnos por los hermanos. Acompañarle, despiertos, en su agonía en el huerto mientras sus amigos, rendidos por tanta emoción duermen. Sentir con él la dureza y frialdad del beso traidor, asomarnos a sus sentimientos que serían semejantes a los del salmista:

“Que mi enemigo me injurie, lo aguanto…

pero eres tú, mi compañero,

mi amigo y confidente,

a quien me unía una dulce intimidad…”

Escuchar sus enternecedoras y quejumbrosas palabras:

“¿Como contra un salteador habéis salido a prenderme con espadas y palos?”

Sus amigos huyeron, todos lo abandonaron.

Continuó la farsa de los juicios, del sanedrín y de Herodes, la búsqueda de falsos testimonios y el grito del Sumo Sacerdote:

“¡Ha blasfemado!” y la respuesta unánime: “¡Reo es de muerte!”

 Acompañarle en las indescriptibles vejaciones, en su dolor por las negaciones de Pedro y su emoción ante el llanto y abatimiento del arrepentido discípulo. Contemplarle en la escena ante Pilato y el escarnio por parte de los soldados, el vocerío de la gente prefiriendo a Barrabás y la cruz descargada sobre sus hombros. ¡Todo un calvario! Mirarlo crucificado entre dos ladrones y estremecernos ante los nuevos escarnios, y por fin sentir su descanso en las manos del Padre.

Jesús muerto y sepultado vive. Gocemos su triunfo y acompañemos su dolor pero como Él quiere, en los dolientes de todo el mundo.

Sor Aurea Sanjuán, op