Jesús supo de los rumores que circulaban por el pueblo. Se trataba de un tal Juan, una extraña persona que vivía en el desierto y del que algunos decían que era un profeta, otros se atrevían a vaticinar que era Elías, aquel que fue arrebatado por un carro de fuego y que ahora habría vuelto.

 Jesús prestaba atención a todo esto y como su madre, lo guardaba en el corazón. Pero un día sintió el impulso, la llamada y tomó la decisión, también él, como cualquiera de sus vecinos, iría a recibir el bautismo de Juan, presentía que se trataba de un hombre de Dios.

La cosa pudo ser así o no, lo que sí hay consenso en admitir que fue un hecho histórico el que Jesús acudiese a pedir el bautismo de conversión. De no serlo a los primeros cristianos no se les habría ocurrido tal cosa ya que ello podría evidenciar una posición de inferioridad de Jesús con relación a Juan. Cosa que éste tuvo buen cuidado en evitar. “No, yo no soy más que un grito, mi bautismo es solo de agua, es solo un rito de conversión, Él sí; Él os bautizará con el Espíritu, un bautismo que os llenará de Dios, yo no soy digno de desatar su sandalia”

Entretanto, ¿Qué pensaba y que sentía Jesús?

El Santo ¿necesitaba conversión? ¿Siendo Dios, no se trataba de una piadosa farsa para darnos ejemplo de humildad? Algo así decían los docetas, cuya doctrina fue condenada en el primer concilio de Nicea y algo así pasa si no por nuestra cabeza, alertada contra la herejía, quizá sí por nuestro percibir inconsciente.

No acabamos, ni siquiera comenzamos a considérale plenamente hombre, tuvo que venir otro concilio, el de Calcedonia, a ratificarlo como dogma de fe. Nos resulta más fácil y a nuestro alcance pensarlo como hombre sin alma humana porque ésta es sustituida por la divinidad, aunque no lo digamos así.

El fragmento de hoy es una teofanía, una manifestación de Dios que quiere expresarnos quién es Jesús, quién es este hombre que se acerca mezclado con la gente, en un bautismo general, ha ser sumergido en las aguas del Jordán.

Con el símbolo de las nubes rasgadas, el Espíritu en forma de paloma y una gran voz se nos presenta a Jesús, como Hijo predilecto y amado del Padre Dios.

Ahora estaba claro para el propio Jesús, que supo cuál era su misión, para qué había sido enviado, por qué acampaba entre los hombres y está claro para nosotros, los que pretendemos seguirle. Es el Hijo amado del Padre y en Él también nosotros somos hijos. Con Él y como Él podemos sentir esa experiencia de sabernos hijos amados de Dios.

Pero la Voz divina nos dice algo más, sois mis hijos amados, pero Jesús es mi predilecto. Escuchadle, haced lo que Él os diga.

Sor Áurea